Ser acusado de provocador puede ser descalificante o laudatorio según el medio y las circunstancias en que ocurra, según quién lo haga y desde dónde.
Últimamente se escucha mucho más esa acusación en el primer sentido, aludiendo a un comportamiento público, socialmente visible, que en la mayoría de los casos es tenido por indebido -o ilegal incluso- por sus aristas de vulgaridad, violencia e inmoralidad, y que suele estar al servicio de fines colectivos o individuales cuya legitimidad y legalidad son altamente discutibles pese a los visos de "lucha social" con que se los encubre. Piénsese en las agresiones físicas, los ataques a bienes particulares, vehículos, edificios públicos y privados, cortes de rutas y calles, escraches, insultos, etc.
Esta clase de provocaciones al pueblo, al soberano y al Estado fue considerada siempre como un demérito y una deshonra, por lo mismo fueron castigadas socialmente de muchas formas. Sin embargo, entre nosotros cada vez hay menos expectativas colectivas de castigo moral, social ni legal a tantas conductas provocadoras en el espacio público, lo cual se corresponde empíricamente con el aumento de su impunidad.
De allí procede el creciente cansancio moral de la sociedad que termina modelizando y naturalizando las inconductas y las transgresiones como formas alternativas eficaces para la satisfacción de demandas sociales o individuales diversas. Luego, los que se resienten son los cartabones éticos, morales y jurídicos de la sociedad que acaban despersonalizándose, desincardinándose de la integralidad de la experiencia subjetiva.
Sabido es que no son las mayorías las que hacen "ruido" en la vida democrática sino, paradójicamente, las minorías. El efecto es desmoralizador para las primeras y, pese a que esa película ya la vio todo el mundo, que a casi nadie le gustó y que continúa provocando rechazo, el creciente desánimo lleva a una menor participación de las mayorías sociales en la vida pública, resultando una aparente legitimación social de los provocadores y sus formas de provocación, no porque la sociedad realmente lo entienda de ese modo, sino porque la ley no hace nada para castigarlos y, por el contrario, muchos de ellos de aparición mediática son ascendidos a la consideración social con decretos de designaciones en el manejo de la cosa pública, con lo cual inmediatamente les cambia la vida en muchos aspectos prácticos.
El caldo de cultivo han sido los fracasos políticos desde 1983 a hoy, que terminaron formando a millones de argentinos en la resignación y en la desesperanza, en lugar de redoblar la fe y la voluntad en la democracia integral efectiva, con todo lo que ésta entraña.
En los últimos quince años aparecieron innumerables activistas encabalgados en las estéticas demodé del llamado (no sin arbitrariedad) "setentismo", con pretensiones y propensiones a subrogar las formas de mediación política entre el campo privado y el público, no a complementarlas sino a subrogarlas.
Actualmente estos provocadores institucionalizados desde el poder, aquí y en América Latina, con un discurso-soporte ambiguo que va del amor al odio, repiten las claves del desencuentro del pasado, esas que fracasaron por su carácter absolutista, por su generalización dicotómica y su negativa al diálogo, y no tanto como diagnóstico de situaciones sociopolíticas del pasado sino como recetas para su superación.
En líneas generales, y con honrosas excepciones, no los inviste ninguna lógica racional democrática sino los desbordes de un pasionalismo individualista y narcisista que los transforma en minúsculos caciquillos suburbanos en busca de pergaminos para sortear la ausencia de linajes y trayectorias políticas de fuste en aquel pasado mítico, justo cuando ha sonado la hora de pasar por ventanilla.
Así, lo que el tiempo no les ha brindado buscarán obtenerlo mediante su ruptura, instalando la excepcionalidad de las situaciones y de sus posicionamientos personales, bizarros siempre, cargados de declaraciones emocionales para la posteridad.
Los hechos han demostrado en muchos casos que la vía elegida les ha sido provechosa en todos los aspectos: han obtenido cara y perfil, nombre y marca para sus "emprendimientos" que han pasado a cotizar en la bolsa de valores del oficialismo, y gratificaciones muy halagüeñas.
Cual conductores y estrategos militares saben que las posiciones conquistadas deben ser mantenidas so pena de licuarse rápidamente y, como detenerse es retroceder, arremeten constantemente con bravuconadas cada día más intemperantes y bizarras, pues las provocaciones, como formas de la violencia de todo tipo, deben ser incrementadas para ser creídas? y temidas. Por consiguiente, esa clase de provocadores, entre otros tanto o más insignificantes pero peligrosos, aumentan la anomia social y el aumento de ésta, a su vez, hace proliferar a los provocadores.
Comparemos entonces. La vida política democrática discurre mediante la participación, la cooperación, la búsqueda de acuerdos y consensos, tanto a nivel de la base social como de la delegación y representación de la ciudadanía, todo lo cual constituye una dinámica positiva y deseable, previsible y sustentable como marco de referencia para la resolución de conflictos y aspiraciones sociales en un marco de derecho y respeto a las ideas diferentes.
En cambio, estos cacicazgos autoimpuestos, fabricados artificialmente y no devenidos por obra de condiciones personales relevantes y reconocidas por otros, no constituyen formas dialógicas de transacciones de ningún tipo, sino formas autoritarias de imposición y desplazamiento de otros de los escenarios públicos de demanda. Así, nunca configurarán sistemas participativos libres sino formas clientelares de participación pasiva, basadas en el temor y en los premios y castigos.
En el sistema político normal existen las condiciones para que la participación social permita a la gente convertirse en personas, es decir, crecer individual y socialmente en el ejercicio de la ciudadanía. Y aunque a menudo esto no ocurra debido a la manipulación de esas condiciones y de las modalidades de la delegación y la representación de la soberanía popular, el sistema mismo provee los mecanismos (quizá no todos, pero los que existen son suficientes por ahora) para su encauzamiento como es debido.
En cambio, en el mundo de los caciquillos lo que resulta fatalmente es el anonadamiento, la despersonalización y la masificación de los "clientes". Ni pensar qué pasaría si llegaran a investir el poder máximo de la sociedad.
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia