Según la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, lo que calificó de "la tristemente célebre tablita de Machinea" no fue más que "una medida regresiva y equivocada que castigó a los sectores que más apoyaron al entonces gobierno de la Alianza", razón por la que decidió eliminarla por completo. Tales palabras reflejaron un grado de confusión, o de cinismo, que realmente asombra. De haber sido tan mala la "tablita", ¿por qué esperó cinco años el gobierno kirchnerista para abolirla? ¿Y qué hay de "regresivo" en un esquema tributario conforme al cual quienes ganan más tienen que pagar impuestos más altos que los que ganan menos? Los que serán beneficiados por la medida que acaba de anunciar Cristina constituyen una pequeña minoría de los asalariados -apenas el tres por ciento si se incluye a quienes trabajan en la economía negra- que percibe más de 7.000 pesos mensuales, de suerte que reivindicarla en nombre de progresismo es absurdo. Por lo demás, el que un gobierno apoyado por la clase media, como el del presidente Fernando de la Rúa, estuviera dispuesto a "castigar" a su propia base electoral con el propósito de ayudar a los pobres que en su mayoría habían votado por el peronismo debería merecer los elogios de cualquiera que se enorgulleciera de sus sentimientos solidarios.

La "tablita de Machinea" puede criticarse. Fue introducida cuando la economía se hundía en una recesión y contribuyó a profundizarla. Asimismo, merced a la inflación que se desató luego del estallido de la convertibilidad, dejó de perjudicar sólo a una franja de ingresos relativamente altos según las modestas pautas nacionales para afectar a algunos obreros, motivo por el que entre los más resueltos a eliminarla se encontraron sindicalistas como Hugo Moyano y Luis Barrionuevo. Con todo, aunque era evidente que el esquema necesitaba ser reformado para tomar en cuenta los cambios de los últimos años, sería perverso afirmar que en una sociedad tan poco equitativa como la argentina el sistema tributario no debería servir para impulsar cierta redistribución del ingreso. Al fin y al cabo, hasta en los países más "neoliberales" se da por descontado que los mejor remunerados deberían aportar una proporción mayor de sus ingresos al fisco que los demás. Una excepción parcial a esta regla universal fue brindada por el gobierno del presidente norteamericano George W. Bush, que redujo drásticamente los impuestos pagados por los más ricos. Huelga decir que la medida lo convirtió en blanco fácil de los dardos de progresistas y centristas que lo acusaron de favorecer a los ya privilegiados en desmedro de la mayoría abrumadora de sus compatriotas. Bush apostó a que el "goteo" posibilitado por los gastos adicionales de los más acomodados terminara ayudando al resto de la población, pero desgraciadamente para todos lo que en teoría parecía lógica no funcionó en el mundo real.

Es posible que en la Argentina las consecuencias de la decisión de Cristina de dar a los sectores de ingresos más altos lo que en efecto será un aumento salarial significante sean más positivas que en Estados Unidos. Por ser el nuestro un país muy pobre y sumamente desigual, el aporte al consumo de las aproximadamente 330.000 personas que perciben montos superiores a los 7.000 pesos mensuales es mucho más importante que lo que sería aquel de un porcentaje equivalente en el mundo desarrollado en que hasta los empleados más pobres ganan bastante como para comprar una cantidad impresionante de bienes prescindibles. Así y todo, aun cuando resulte que la medida incide de forma positiva en la marcha de la economía, esto no bastaría como para hacerla "progresista". Antes bien, serviría para confirmar que, lo mismo que tantas otras causas favoritas de la progresía local como la insistencia en que los estudiantes de las universidades públicas no deberían abonar un centavo, en nuestro país la elite social y económica sabe mejor que nadie convencerse de que todo cuanto la beneficia directamente es un aporte a la igualdad, aunque la verdad es que a menudo sirve para ensanchar todavía más el abismo que separa a quienes cuentan con los recursos materiales precisos para mantener un estándar de vida apropiado para la clase media contemporánea de la mayoría que vive en la pobreza y, en tiempos de crisis, corre el riesgo de caer en la indigencia.