Cuando la historia ya no genera impulsos cohesivos en la comunidad nacional, cuando sólo sirve para profundizar la creciente tendencia a nuestra despersonalización colectiva; cuando ya no sólo no permite construir representaciones hegemónicas sino cada vez más fragmentarias e inconsistentes, a juzgar por los resultados masivos de la enseñanza formal e informal; cuando esto sucede el pasado se esfuma como una brumosa Thule, se disgrega sin sentido aparente y rompe con el presente. Así, mientras que antes existía un pasado falso y mentido, hoy, como sociedad, marchamos hacia la desaparición de cualquier pasado, sustituido por imágenes fugaces, rotas, fantasmales, incomprensibles como una charada.
Cuando las palabras se tiñen de colores y banderías sectarias, en lugar de ser puentes y vías de comunicación amplia y abierta, e indicios y pistas de identidades personales, vitales y reales en constante transformación y crecimiento cual corresponde a la aventura humana, entonces las palabras se convierten en armas diabólicas con las cuales cada vez más numerosos ex ciudadanos construirán sus cárceles y guetos de clase, etnia o tribu, de cofradía o partido, de doctrina, ideología o confesión.
De madre-tierra de promisión, un siglo atrás, para millones de inmigrantes que llegaron en los barcos casi absolutamente despojados de todo, excepto de fe y esperanza en el porvenir, convencidos de la verdad del ubi bene ubi patria (donde está el bien está la patria), que prosperaron gracias a su tenaz esfuerzo sin apoyos oficiales de ningún tipo, hoy Argentina se ha vuelto madrastra mala de propios y extraños a quienes de diferentes maneras y grados hostiga, margina, excluye o expulsa cada vez más del sistema y hasta del territorio.
De metáfora de la abundancia, del crecimiento y del progreso basados en el esfuerzo individual, como cuando se respiraba la convicción profunda de que los sueños eran posibles de alcanzar pese a los obstáculos representados por una sociedad extremadamente desigual e injusta socialmente, Argentina ha pasado a ser alegoría de los imposibles, lo opuesto de los sueños que se prometían a sus ansias.
Como sociedad hemos pasado por todas las estaciones del Vía Crucis, hemos creído y sentido que volábamos a las cimas más altas del ser y hemos descendido a las simas más profundas del anonadamiento colectivo.
Hemos sufrido tremendamente pero no hemos aprendido casi nada, casi nada bueno. Sí aprendimos, en cambio, a quedarnos con el mal menor, a buscarle cinco patas al gato, a decir "no se puede", "que robe pero que haga", "no sé si Fulano es mejor, pero?", etc., etc.
¿Por qué así? ¿Cuál es la explicación? ¿Dónde está la falla? Mil respuestas se han intentado apelando ora a la ciencia, la conciencia y la paciencia; al sentido trágico de nuestra existencia; a la desesperación y la resignación; y hasta al humor, la ironía y la indiferencia, encogiendo los hombros con un filosófico "yo, argentino".
De nada ha servido, pese a que muchos de esos formuladores de apotegmas se sentaron a la mesa y se sirvieron... sobre todo cuando empezaron a buscar culpables.
Movimiento pendular en lo colectivo: del idealismo al realismo, del realismo al pragmatismo, del pragmatismo al oportunismo, del oportunismo al abandono y la desesperanza. ¡Y desde aquí? sólo nos falta patear el tablero!
¿Acaso será ése nuestro último límite? ¿Alguna vez, quizá... empezaremos a recorrer el trayecto inverso?
CARLOS SCHULMAISTER
(*) Profesor de Historia