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Los jóvenes griegos que desde hace varios días están destruyendo autos y comercios en Atenas y otras ciudades, desde Creta hasta la frontera con Bulgaria, no sólo están protestando contra el gatillo fácil policial. Como han subrayado muchos comentaristas locales, también están motivados por la frustración que tantos sienten al darse cuenta de que su propio porvenir será con toda probabilidad mucho menos satisfactorio de lo que habían previsto. A pesar de los años de crecimiento vigoroso que ha disfrutado la economía de su país, no han podido conseguir los empleos estables y bien remunerados que creen merecer. La suya es la "generación de los 600 euros" mensuales, es decir, de aproximadamente 2.700 pesos, que apenas les basta como para vivir en la Europa próspera y consumista actual. Sería tolerable si, como sucedía antes, pudieran confiar en encontrar pronto un trabajo fijo con buenas perspectivas, pero hoy en día el futuro les parece mucho menos previsible de lo que habían imaginado. Ya saben que podrían llegar a los treinta años, o a los cuarenta, sin salir de la precariedad. Y tienen miedo. Los griegos de la "generación de los 600 euros" distan de ser los únicos que sospechan que les será imposible escapar de la especie de limbo en la que se sienten atrapados. También en el resto de Europa, sobre todo en Francia, España e Italia, hay millones de personas relativamente jóvenes que están en una situación parecida. No tardan en descubrir que los diplomas académicos que lograron conseguir no les sirven para mucho. Casi todos, salvo los integrantes de una minoría excepcionalmente dotada o afortunada, se ven obligados a conformarse con una serie de empleos pasajeros y pasantías, además, claro está, de la seguridad social, sin la cual serían ingobernables países en que la desocupación afecta a más del 20% de quienes tienen menos de treinta años. Estos jóvenes son víctimas de la contradicción que se da entre la realidad socioeconómica y los principios igualitarios que dominan el pensamiento político moderno. Hasta mediados del siglo pasado, una educación universitaria era para una elite; desde entonces, se la considera un derecho fundamental, con el resultado de que en algunos países más de la mitad de los adolescentes pasan por las aulas, lo cual sería espléndido si todos entendieran que lo aprendido es intrínsecamente valioso, un aporte imprescindible a la calidad de vida, pero sucede que es habitual justificarse los gastos, que son muy altos, insistiendo en que lo más importante es preparar a los estudiantes para que puedan desempeñar alguna que otra función económica. Así, pues, una proporción significante de los jóvenes comparte las expectativas de los miembros de la elite de antes, pero las perspectivas frente a ellas son incomparablemente más estrechas. Es sin duda natural que se sientan engañados quienes se creían destinados a cumplir un papel destacado en su ámbito preferido, pero tienen que conformarse con trabajos esporádicos y marginales que no los llevan a ninguna parte. Aunque fueron repartidos de forma bastante arbitraria los beneficios del crecimiento vigoroso de virtualmente todas las economías nacionales en el transcurso de los veinte años últimos, por lo menos la prosperidad llamativa de los ganadores ayudó a mantener viva la esperanza de los rezagados de que tarde o temprano el diploma universitario, el bachillerato o lo que fuera les permitiera abrir la puerta a la exitosa carrera laboral prevista, pero parecería que el pesimismo provocado por el crack financiero y sus repercusiones inmediatas en la "economía real" ya han eliminado la ilusión así supuesta. Por estar entre los primeros afectados por la crisis, los de "la generación de los 600 euros" serán los primeros en reaccionar. No sorprendería en absoluto que en las semanas próximas estallaran disturbios como los de Grecia en otros países de la Unión Europea, comenzando con Francia, en Asia y en las Américas, al difundirse la sensación de que a los jóvenes les aguarda un nivel material de vida inferior a aquel no sólo de sus padres sino también de sus abuelos. Es lo que ya ocurrió en la Argentina y no hay ninguna razón por la que el mismo fenómeno no pueda repetirse en el resto del planeta. Para agravar todavía más la situación, es penosamente evidente que el responsable de engañar a los jóvenes con promesas que no podrían cumplirse ha sido la generación del "baby boom", o sea, de la que resultó del aumento llamativo de la tasa de natalidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Al protagonizar una suerte de revolución cultural que, por anteponer la felicidad individual a los deberes para con la sociedad de la que uno forma parte, sus miembros se concentraron obsesivamente en sus propios intereses personales sin preocuparse por el futuro del conjunto. Para demasiados, el tener hijos y criarlos los privarían de los placeres que más les importaban; por lo tanto optaron por no procrear. Por lo demás, se ha propagado entre la elite intelectual la idea de que por ser todas las culturas igualmente valiosas, sólo a un ultraderechista se le ocurriría inquietarse por la eventual desaparición de la propia. El que merced a la esterilidad voluntaria pueblos como el italiano, el español y el alemán se suicidaran lentamente no perturbaba a quienes desistían de formar una familia; al fin y al cabo, se decían, no estaremos cuando nuestros compatriotas constituyan una minoría despreciada y tal vez perseguida en lo que era su propio territorio. Puede que muchos se hayan equivocado: según las tendencias demográficas, la pesadilla así supuesta se concentrará bien antes de terminar el siglo XXI. Las consecuencias de la caída precipitada de la tasa de natalidad en buena parte de Europa, sobre todo en los países del sur, ya están haciéndose sentir. La especulación financiera que formó las burbujas que acaban de estallar se debió en buena medida a la proliferación de fondos de inversión que dependían de los aportes de millones de personas deseosas de asegurarse una vejez tranquila sin apremios económicos. Debido a la evaporación de tales fondos, y de los intentos desesperados de casi todos los gobiernos por inundar el mercado de créditos blandos, las próximas generaciones tendrán que asumir una carga económica terriblemente pesada. Además de proveer el dinero suficiente como para mantener a un nivel razonable las jubilaciones de los mayores -y pronto habrá un trabajador activo por cada jubilado-, les corresponderá saldar las deudas colosales que los gobiernos de la generación del boom de natalidad están contrayendo a un ritmo vertiginoso. Puede entenderse que para muchos el futuro parezca tan sombrío que están protestando en las calles; los desmanes no contribuirán a mejorarlo, pero al menos sirven para desahogarse. JAMES NEILSON
JAMES NEILSON |
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