El fin de semana entre el 28 y el 30 de noviembre se realizó en Viedma un Congreso Nacional de Educación Tecnológica, con una veintena de participantes de nueve provincias. Lamentablemente, hubo relativamente poca cobertura de prensa, así que, aparte de la agencia ADN y los participantes, pocos se enteraron. El intendente de Viedma, Jorge Ferreyra, estuvo presente en el acto de apertura como anfitrión, así como el subsecretario de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, Lic. Lemos; pero, notablemente, no vino nadie del Ministerio de Educación.
Pasa algo extraño con esto que quiere ser una asignatura en todos los niveles de la escuela. Vivimos en un mundo dominado por la tecnología -por las tecnologías, debería decirse, porque "la tecnología" es un cuco inexistente- pero nadie parece querer enterarse de qué se trata. El pecado político de su origen en la repudiada ley Federal de Educación menemista -que ya fue reemplazada- no debería inhibirnos de ver que es absurdo que vivamos en este mundo y sólo un grupo de entusiastas siga bregando por que se enseñe algo sobre el mundo en que vivimos y tenga que insistir una y otra vez que hay que estudiar tecnología en la escuela, como con matemáticas, lengua o historia. Hace a nuestra vida cotidiana y nos negamos a tenerla en cuenta, en la escuela, porque fuera de ella nos rodea y nos hace comportar como sus títeres. Los títeres tampoco saben por qué se mueven. Son objeto de tironeos de hilos lo menos visibles que se pueda, y responden a fuerzas que desconocen. Lo mismo nos pasa con los productos de la tecnología contemporánea. Lo mismo les pasaba a los hombres de la edad de piedra, que estaban sometidos a las fuerzas de la naturaleza: estaban dominados por ellas, no las entendían y no les quedaba otro medio que adorarlas. Pero los productos tecnológicos son productos humanos. Si no tenemos un conocimiento elemental de los mecanismos de avance de las diversas tecnologías, somos necesariamente víctimas de los demagogos y de los vendedores.
Hay demagogos de toda clase: hay los que reniegan de la tecnología contemporánea en bloque y parece que quisieran volver al idilio rural del pasado, pero cuando van al dentista no admiten que éste use una tenaza para extraerle un diente y piden anestesia. También se sacan tomografías computadas y chatean con sus amigos. Existen del mismo modo los demagogos tecnofílicos que tal vez admiten que la tecnología a veces produce inconvenientes, pero que éstos serán resueltos con más tecnología. Cada uno echa agua para su molino ideológico pero, en el fondo, él tampoco sabe de qué está hablando. ¿Contaminación del río Uruguay? ¿La sustancia X es cancerígena? ¿No estarán esos árboles ocultando un bosque? ¿No estará el tero gritando en un sitio para poner sus huevos en otro? La malaria se combate con insecticidas que dejan residuos tóxicos. ¿Es peor la malaria o los residuos tóxicos? ¿Acaso no se debe entender algo de todo eso para poder tomar una decisión que no esté inspirada por los intereses de las empresas internacionales o por una fobia a la contaminación cuyos efectos son desconocidos?
No se trata de saber cómo funciona un teléfono celular: yo tampoco tengo más que una idea más bien vaga. Pero veo el efecto social de ese artefacto, y no se trata más que de un ejemplo. Se salvan vidas por poder dar una alarma a tiempo, pero la comunicación entre los seres humanos se limita, el idioma de destruye, ya hay teléfonos que sacan fotos y filman, y ya saldrán, un día próximo, los modelos que incorporan maquinitas de afeitar. Se manejan con un sistema de tarifas perverso, que hace de una maravilla una obsesión. En la Argentina hay más teléfonos celulares que habitantes. Así como antes los bebés nacían con un pan debajo del brazo, ahora al parecer nacen con un teléfono celular; pero éstos no se pueden comer, y entonces hay hambre donde antes no lo había. La relación entre ambos fenómenos es indirecta, pero en África mueren millones por guerras por minerales estratégicos como el cotal, usado, justamente, en los teléfonos celulares.
No estoy sugiriendo que el teléfono celular reemplaza la comida; sólo señalo un hecho que me llama la atención. Éste es un ejemplo de una manera de entender la educación tecnológica: analizar el impacto social de un objeto tecnológico. Hay otras: la resolución de problemas planteados por la comunidad, el análisis de los objetos tecnológicos y de los mecanismos básicos de la realimentación, la problemática de la energía. Pero el sistema educativo las ignora a todas. No se entiende cómo ni por qué: se han creado docenas de institutos de formación docente en tecnología, pero la asignatura -después de 15 años de la idea de implantarla y de que se trabajara duramente en elaborar contenidos para la transmisión de conocimientos a los alumnos y, previamente, la formación de los docentes, una disciplina que les es ajena- aún debe luchar por su reconocimiento y está en manos de entusiastas, mientras que el gran aparato educativo se niega a reconocerla.
No en todos lados, pero más por obligación que por convicción. Un capacitador (patagónico) de docentes en tecnología -participante de las jornadas y luchador infatigable- puso como condición de su trabajo con los docentes el que directores/as y supervisores/as participaran del curso: logró así superar el miedo a lo desconocido y aferrarse a la rutina, y los jefes vieron un mundo abrirse ante sus ojos. Pero esa condición fue impuesta por el capacitador, no por las autoridades educativas de las provincias respectivas.
No hay peor docente que aquel que tiene miedo a la asignatura que le toca transmitir. Todavía no se ha desterrado la nefasta palabra "dictar" una materia. En la Argentina falta la actitud modesta del docente que es capaz de admitir ante sus alumnos que las cosas avanzan más rápido de lo que él puede seguir: él tampoco lo sabe todo y debería proponer aprender juntos. Pero un cuarto de siglo de democracia no ha logrado superar la tradición escolástica y autoritaria de que el maestro lo sabe todo; en cambio, puede recibir una trompada de un padre enojado porque su hijo no aprobó la materia. Antes era al revés: pero en vez de llegar a una convivencia, toda autoridad es autoritarismo, y entonces el docente que admite que es humano y falible, pierde todo respeto. El resultado es una especie de acuerdo tácito entre docentes que no quieren enseñar y alumnos que no quieren aprender. Mientras tanto, las autoridades se siguen llenando la boca con palabras como la "sociedad del conocimiento".
Los vendedores de computadoras no quieren otra cosa que vender computadoras. ¿Para qué la usarán los alumnos? No lo saben ni les interesa. Los alumnos jugarán a los más violentos juegos que se hayan inventado; mirarán a hurtadillas algunas de los millones de páginas pornográficas. Chatearán con sus amigos en vez de conversar con ellos en persona y se profundizará su soledad.
Esto también se relaciona con la incomprensión de muchas autoridades acerca de qué son las tecnologías: la palabra sólo les sugiere dos cosas: las tecnologías de comunicaciones (TIC) y el monstruo sin cara que nos amenaza. No reconocen que un martillo es, también, tecnología. Las mismas autoridades -después de tres lustros- no saben qué es la tecnología y les da vergüenza admitir su ignorancia, aunque, cuando empezó todo, consultaron a Invap. De allí nace mi envolvimiento con el tema.
Volviendo a la educación tecnológica y el reciente Congreso: seguimos dependiendo de entusiastas. Eso se llama voluntarismo. Toda la frustración argentina se basa en el voluntarismo. Nuestra historia está llena de personajes descollantes frustrados por la desidia de sus conciudadanos. Tenemos premios Nobel, pero los admiramos en vez de aprender de ellos cosas como la perseverancia, el no tener miedo a las dificultades, el enfrentar adversidades. Pero en este caso ni siquiera hay adversidades, hay ninguneo. Las adversidades se pueden enfrentar; el ninguneo, no: no hay respuestas, no hay más que silencio. Y la soledad es terrible.
Pero sobre todo es incomprensible. En el caso de la educación sexual, hay posiciones claramente enfrentadas. En el de la educación tecnológica hay solamente entusiasmo y convicción de un lado y silencio del otro. Señores autoridades educativas: no hay cosa más desvalorizadora que el silencio. Estamos incubando una nueva frustración. Y es triste encarar ese riesgo cuando se acaba de participar del entusiasmo desbordante de los que aún no lo han perdido.
TOMAS BUCH (*)
Especial para Río Negro
(*) Tecnólogo generalista