Es sabido en nuestro país que el resultado de un partido de fútbol puede cambiar el estado de ánimo de una persona. Un triunfo puede ser liberador de las más chispeantes endorfinas, mientras que una derrota puede conducir a un amargo ostracismo. Hay un antes, un durante y un después de cada encuentro que desata distintos comportamientos en el simpatizante.
Quizás en el folclore del prólogo y del corolario y en lo aleatorio del trámite y del marcador se encuentre el incomparable encanto de este deporte-espectáculo. En esta mezcla de arte y de azar mucho tienen que ver los jugadores, que son en definitiva los actores principales de la obra.
El jugador conoce, como pocos, el principio de acción y reacción. Como un eco sabe que su juego y sus conductas retumbarán en la caja de resonancia del estadio. De allí como reguero de pólvora se propagará prontamente a la radio, tevé, internet y cuanto más medio de la era digital se lo permita.
Una buena gambeta, un pase milimétrico, una ágil volada, un cruce exacto y, por supuesto un gran gol, serán motivo suficiente para que el monstruo de mil cabezas dé rienda suelta al festejo.
Es que el lenguaje del jugador no es otro que el de su juego y eso es algo que al futbolista argentino le cuesta entender.
Siempre hay motivo para una queja de más, un reclamo al adversario o el juez y hasta por estos días para increpar a un hincha. Así el juego pierde su esencia para transformarse en un litigio con acólitos y detractores.
La reacción de Juan Román Riquelme en el partido frente a Racing, tras convertir un soberbio gol, merece más lecturas que las que el propio hecho en principio parece transmitir. En primer lugar resulta inocultable que la cancha se ha transformado en una suerte de "descarga a tierra social".
Ello lleva reiteradamente a excesos. La expresión más extrema de la hinchada, conocida como barra brava, es hoy -según Pablo Alabarces- un "bastión de la resistencia masculina" donde "es fundamental tener aguante y demostrar a través de la pelea ser más macho que otro". Dentro de este contexto, donde la violencia y la droga son moneda corriente, hablar de insultos a propios o extraños es una expresión poco menos que minimalista.
Ello provoca que lo que en otro medio sería agresivo e injuriante, en la cancha se transforme en un uso y costumbre aceptado. Si bien no se trata de un régimen de excepción, ni la entrada a un partido, es un ´bill de indemnidad´, cada situación debe ser debidamente contextualizada. Hay casos de violencia en espectáculos públicos deportivos que merecen la más drástica condena. Existen interpretaciones jurídicas como la de la CSJN en el Caso "Mosca" o leyes nacionales como la 24.192 o la más reciente 26.358, que deben, en caso de verificarse los presupuestos fácticos, ser aplicadas con el más absoluto rigor.
Ahora bien ¿puede un jugador profesional desconcentrar su juego para estar atento a los expresiones de una persona perdida en la multitud y reaccionar en contra de la misma? Indudablemente responder de ese modo encierra un comportamiento anómico por cuanto no se piensa en el beneficio social del grupo, sino que prevalece por ante ello una cuestión estrictamente personal.
Dicha situación bien pudo haber dejado a su equipo con un jugador menos a las puertas de la obtención de un campeonato. Sin ir más lejos, recordemos la enorme distracción que significó el grito de un hincha español en la final del dobles de la Davis, que derivó luego en la caída de seis puntos seguidos y la pérdida de un tie break casi ganado.
No se espera de Riquelme que sea un Robin Hood que condena a los plateístas maleducados y da alegría a los humildes. Gracias a su enorme destreza, el 10 de Boca se consideró con derecho a exigir que alguien grite su gol, apañado por la multitud que deliraba de alegría. Quizás sin quererlo, el torero hizo una demostración de poder innecesaria.
Si Riquelme considera que trabaja como lo ha dicho, pues que lo haga y de la mejor manera. Que calle y levante a las masas con su habilidad e inteligencia.
Una mirada adicional merece la justicia deportiva. Cuántas veces se ha castigado zonzamente a un jugador por festejar desnudando su torso y exhibiendo su camiseta. Pues bien, ante lo sucedido, extrañamente, el árbitro y el Tribunal de Disciplina se mantuvieron impertérritos.
Podrá decirse que, con las cosas que suceden en nuestro país, hablar de una contravención cuando se mira de soslayo otras cuestiones más graves, resulta de una susceptibilidad mayúscula. Probablemente sea cierto. Más si el juez del partido no dimensionó el hecho in situ, existe infinidad de imágenes que permiten advertir un comportamiento desmedido de un jugador profesional -llámese este fulano o mengano-. Allí es la justicia deportiva la que debiera intervenir para castigar al infractor, igualar a todos y salvar lo que queda de deporte.
Ello no ha ocurrido? El negocio nuevamente pudo más.
(*) Abogado y profesor nacional de Educación Física.