Con tanta gente que muere cada día por causa de la violencia en todo el mundo, que alguien se ponga a escribir por dos muertos en enfrentamientos callejeros, aunque las víctimas sean -eso se dice- trabajadores, parece una insensatez. Sobre todo cuando no murieron en un único episodio sino en dos, producidos con un intervalo de una semana y en distintos lugares del país. El primero en la Patagonia, el segundo en la Pampa Húmeda.
Claro que si murieron dos trabajadores, el caso gana en importancia porque lo primero en que uno puede pensar es en un conflicto obrero patronal en el que los obreros caídos fueron víctimas de la policía o de rompehuelgas al servicio de las empresas.
Pero no. Porque los enfrentamientos fueron entre sindicatos. El primero entre el Sindicato de Petróleo y Gas Privado de Río Negro y Neuquén, cuyo jefe es Guillermo Pereyra, y la Unión Obrera de la Construcción de Gerardo Martínez. Y el segundo entre la conducción nacional de la Asociación de Trabajadores de la Industria Láctea de la Argentina y la seccional rosarina del mismo gremio. Los tres sindicatos tienen personería gremial, lo que significa que están reconocidos por el Estado. Serían, como la Iglesia Católica, entidades de derecho público no estatales.
El reconocimiento otorga a los dirigentes sindicales muchas atribuciones, pero no figura la de matarse entre ellos. Sin embargo lo hacen, y las más de las veces, o todas, impunemente (los condenados por homicidios tendrían derecho a protestar porque se viola el principio constitucional de igualdad ante la ley).
En otros tiempos, antes de la llegada del peronismo a la historia y al gobierno, cuando el Estado perseguía a las asociaciones obreras pero se abstenía de reglamentarlas, las dirigencias socialistas, comunistas o anarquistas tenían conflictos y enfrentamientos, pero no los resolvían matándose entre ellos. Peleaban por principios, no por intereses. Sus sindicatos eran pobres, sus dirigentes también.
Con el peronismo llegaron los sindicatos ricos y la llamada burocracia sindical, formada por un nutrido elenco de dirigentes que hicieron rápida fortuna, cuyo principal exponente fue Jorge Triaca, jefe de los obreros de la industria del plástico y, a la vez, ministro de Trabajo, amigo de los dictadores y socio del Jockey Club. Como él hubo y hay muchos, que no tienen en su mayoría antecedentes para exhibir como trabajadores genuinos.
Se supone que las leyes peronistas que engendraron el sindicato único favorecieron a los obreros, porque los hicieron más fuertes en la lucha por mejorar sus salarios y condiciones de trabajo. Pero lo que en realidad sucedió fue que esos sindicatos, enriquecidos gracias a aportes obligatorios de los trabajadores, se convirtieron en instrumentos de control del Estado sobre la clase obrera, conducida por una corporación dirigencial inescrupulosa y corrupta. Así fue como nació la conocida "patota sindical", en la que no faltaron distinguidos cuadros que también revistaron en los grupos de tareas del Proceso.
El cuerno de la abundancia que provee montañas de dinero a los sindicatos son las obras sociales, un ingenio peronista que pasó indemne por gobiernos civiles y dictaduras militares. La de Juan Carlos Onganía -que se instaló en el poder bendecida por el jefe metalúrgico Augusto Vandor- les dedicó una ley especial, la 18.610.
Las obras sociales sindicales permitidas por la ley son, en primer y principal lugar, las de los sindicatos con personería gremial. Cualquier otro puede también tenerla, pero sin un privilegio que es el meollo de la cuestión, tal cual es el representado por los aportes obligatorios establecidos en el artículo 16 de la ley vigente: un 6% del salario a cargo de los empleadores y un 3% a cargo de los trabajadores. Esos inocentes porcentajes representarían en estos días, aproximadamente, unos seis mil millones de pesos anuales que ingresan a las arcas de los sindicatos.
¿De los sindicatos o de las obras sociales? Es lo mismo, porque si bien son estructuras separadas, la ley dice que las autoridades de las obras sociales serán designadas por las conducciones sindicales (no faltan casos en los cuales el jefe del sindicato lo es, a la vez, de la obra social).
Hay otros ingresos. Son los de cuotas sindicales que los empleadores retienen del salario, así como otras pactadas en convenios colectivos para, por ejemplo, seguros de vida que los gremios contratan con compañías privadas. Todo eso puede alcanzar a unos diez mil millones de pesos más.
Es, como se puede apreciar, que por semejante cantidad de plata los enfrentamientos sean a muerte.
JORGE GADANO