Escribir un libro sobre cualquier geografía implica revisitarla con la memoria.
William Conway es un respetado conservacionista que ha hecho un contacto profundo con la Patagonia.
Su pasión se transformó hace muchos años ya en un compromiso, y de la suma de la responsabilidad científica y el amor personal y entendible por el fin del mundo ha nacido un libro sobresaliente: "Patagonia. Los grandes espacios y la vida silvestre", que refleja tanto la maravillosa intensidad de ellos que contiene el paisaje patagónico, como el peligro de que ésta se extinga en un plazo que podría llegar a sorprendernos si no se toman medidas urgentes.
Existe una delgada línea que divide la pedagogía de la pedantería. Conway nunca la cruza y éste no es el menor de los logros de su libro.
La geografía patagónica contiene una fauna rica y a primera vista abundante. Pero esta apreciación podría conducir a un error.
Que haya miles de individuos en una colonia no quiere decir que sean suficientes para garantizar la sobrevivencia de la especie. Es una de las muchas lecciones básicas que contiene el texto.
Los loros barranqueros y los lobos marinos pueden entrar en la categoría "numerosos pero insuficientes". Ambas especies viven en ambientes que podrían terminar arrasados por las conductas irresponsables de los seres humanos.
Puesto que Conway está diciendo lo que ya muchas veces se ha advertido -la depredación humana condiciona no sólo las áreas silvestres sino también su propio medio de vida-, lo hace, una vez más, a través de un denodado entusiasmo y hasta una inocencia característica de quien no se ha corrompido.
La advertencia viene de parte de alguien que, a pesar de los fracasos, sabe que el éxito radica en no claudicar. Su sabiduría sirve a los propósitos de concientización más trascendentales.
La visión de Conway no es apocalíptica, pero está muy lejos de resultar complaciente. Su dibujo de la reunión que mantiene con Pablo Verani es sencillamente perfecta. Verani acaba de salir de un encuentro político, está agotado, está enfermo y un gringo ¡le viene a hablar de loros barranqueros!
Éste es el mejor capítulo del libro (ver recuadro). Los loros, su paraíso terrenal, su increíble vida salvaje, como un botón de muestra de lo que ocurre en el sur y en el planeta Tierra.
Aún persiste el jardín del Edén por el solo hecho de que se encuentra perdido y lejano del mundanal ruido. Sin embargo, proteger ese territorio sagrado no figura al tope de la lista de actividades de los gobiernos de turno.
A medida que avanza, el libro se va transfigurando en un alegato conservacionista que entrelaza datos estadísticos con ecuaciones económicas.
Sobre el final, Conway apunta a lo factible que es asociar la vida en estado puro y el negocio turístico. ¿No es dable pensar que la colonia de loros más grande del mundo sea capaz de atraer rostros curiosos de los más diversos países? Cien veces sí. El negocio turístico de avistamiento de aves mueve sólo en Estados Unidos miles de millones de dólares.
Uno de los primeros pasos hacia este cambio de paradigma es -y qué palabra más útil viene a cuento- exterminar los prejuicios. Conway demuestra, a través de distintos estudios, que la incidencia de la fauna original sobre los recursos marítimos y terrestres (léase gaviotas sobre peces, guanacos sobre pastos, loros sobre cultivos) es mucho menor de lo que se estima tradicionalmente y, en definitiva, no pocas veces la vida silvestre contribuye de manera decisiva a mejorar la calidad total del medio ambiente.
Este alegato revestido de una mirada economicista representa, por parte de Conway, un acto de audacia pero también una jugada inteligente dentro del tablero donde se dirimen las soluciones políticas para los problemas ecológicos.
En tal orden de cosas, el camino hacia el cuidado global de las especies silvestres comienza a encontrar un nuevo curso dentro de la lógica de las sociedades contemporáneas.
CLAUDIO ANDRADE
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