Con un grado de franqueza que sería legítimo calificar de insolente, el ex presidente Néstor Kirchner acaba de informarnos: "Todas las mañanas, Cristina me dice ´¡Qué vicepresidente que me pusiste, Néstor!´". Fue su manera de confirmar que, además de nombrar a su esposa como candidata presidencial oficialista sin que se le ocurriera perder el tiempo con los trámites preelectorales que son de rigor en todas las democracias maduras, también la obligó a convivir con un radical mendocino, Julio Cobos, que fue seleccionado como compañero de fórmula según criterios que ella no entendía. Y, para rematar, ya antes de convertirse en ex presidente, Kirchner se encargó de elegir a los integrantes del gabinete de Cristina que, para decepción de quienes esperaban que la nueva mandataria tomara en serio sus propias alusiones a la necesidad de mejorar la calidad institucional, resultó ser casi igual al anterior.
Al fundador del movimiento peronista le gustaba repetir el refrán popular según el cual "La culpa no es del chancho sino de quien le da de comer". El que desde el llano Kirchner haya podido seguir manejando el país como si formara parte de su patrimonio, una costumbre que adquirió en sus años como mandamás de la escasamente poblada provincia de Santa Cruz, se ha debido menos a su propia voluntad de acumular poder, una característica que comparte con la mayoría abrumadora de sus congéneres, que a la pasividad o connivencia de los demás. Parecería que en nuestra clase política los dispuestos a ponerse al servicio del caudillo de turno siempre pueden más que los comprometidos con los valores consagrados por la Constitución nacional y con las formas de conducta correspondientes, razón por la que el país oscila entre períodos de hegemonía oficialista y otros signados por la anarquía incipiente, sin jamás encontrar un punto de equilibrio en que un gobierno sea a un tiempo fuerte y consciente de que si procurara traspasar ciertos límites se enfrentaría no sólo con la oposición sino también con el grueso de sus propios partidarios.
La situación creada por Kirchner con la complicidad de una parte sustancial de la clase política y de la ciudadanía es peligrosa por muchos motivos. Los regímenes encabezados por individuos habituados a despreciar a todos salvo sus simpatizantes incondicionales son por naturaleza demasiado rígidos como para adaptarse a circunstancias cambiantes. En un país en que se respeten las reglas constitucionales, un gobierno puede continuar funcionando con eficacia aun cuando haya dejado de disfrutar de la aprobación de la mayoría puesto que todos comprenden que el sistema como tal importa más que los protagonistas, pero en uno en que "la gobernabilidad" depende en última instancia del poder personal de un caudillo, cualquier crisis puede llevar a una convulsión institucional. Aunque hasta ahora el temor a que el país recaiga en la confusión generalizada que siguió al "golpe civil" que puso un fin prematuro a la gestión del presidente Fernando de la Rúa ha ayudado a impedir que los Kirchner tengan un destino parecido, no cabe duda de que saben muy bien que en nuestro país las transiciones suelen ser abruptas y sumamente indignas, de ahí las referencias frecuentes del ex presidente y sus adictos al helicóptero en que el radical tuvo que alejarse de la Casa Rosada.
La mejor forma de asegurar que el país nunca más se hunda en una crisis de legitimidad de desenlace incierto consistiría en fortalecer las instituciones a tal punto que una ruptura caótica fuera inconcebible, pero a esta altura ya es dolorosamente evidente que la presidenta Cristina no ha podido, y tal vez no haya querido, aprovechar su posición para eliminar las anomalías inherentes al "doble comando" en el que su propio papel es en buena medida sólo decorativo. Por el contrario, al aceptar subordinarse a su marido -y por lo tanto subordinar la presidencia de la República a las arbitrariedades de un ciudadano privado que no desempeña ninguna función oficial por ser sólo el líder de una organización partidaria- Cristina ha colaborado con los que por motivos netamente personales quieren impedir que la Argentina se transforme en una democracia madura, es decir, en lo que en ocasiones ella y su marido llaman un "país normal".