Recuerdo los increíbles años del romanticismo social sesen/setentista, lleno de contestatarios de todo tipo (hippies, guerrilleros, feministas, roqueros, etcétera), también llamados "años de plomo" por la presencia desbordante de la violencia como medio de legitimación de las ideologías revolucionarias, en desmedro de la razón. Y esto último merece una digresión: pese a existir miles de libros de teoría acerca de la legitimidad de la razón revolucionaria, estos dos últimos términos son la expresión clara del contrasentido existente entre ellos. Quien insista en lo contrario, obviamente, considera la razón como víctima y asesino a la vez.
Por entonces para muchos hombres y mujeres (principalmente jóvenes) el sentido de la vida era algo que nacía de los impulsos del corazón antes que de los procesos mentales y que, por lo mismo, podía ser formulado en frases breves, poéticas, llenas de imágenes y cadencias sonoras eufónicas fáciles de recordar pues se engarzaban en lo más profundo del ser con la fuerza ardiente de una pasión desbocada.
¿Por qué así? Pues porque se formulaban con sentido dicotómico y fatalista, de modo que se convertían en artículo de fe para el profesante. En consecuencia, no cabía la indiferencia, el mirar desde afuera, el estudiar el fenómeno desde el extrañamiento personal, con espíritu sociológico. Si la formulación hubiera sido de naturaleza distinta o hubiera partido básicamente de las peripecias y los productos de la razón, no habría tenido tanto éxito al transmitir su mensaje.
Las consignas que se pintaban en paredes y muros o los estribillos que se cantaban con furibundo ardor en las manifestaciones callejeras eran frases sintéticas pero totalizantes, equivalentes en cuerda sensible a largas lecturas teóricas político-ideológicas de la más variada procedencia, llenas de luminosidad, preñadas de optimismo en el futuro de los hombres, en la conquista de la utopía de la sociedad justa que se daría mediante la Revolución, entendida ésta simplemente como el aniquilamiento de la burguesía -o de la oligarquía, según las distintas líneas revolucionarias- y del imperialismo, hipóstasis del mal para los revolucionarios, fueran marxistas o de la Tendencia.
Como expresión de la verdad que esas fórmulas supuestamente encarnaban para buena parte de aquellas generaciones juveniles (decir más en cuanto a cantidad sería una exageración) que insertaban sus luchas presentes en el sueño futuro de una sociedad sin fronteras, ni poderes, ni amos, ni dominación ni explotación de ninguna clase, que trascendiera lo meramente nacional, pese a recalar necesariamente en esta parcela como paso previo a la conquista planetaria, eran obviamente universales. Incluso quienes no querían aceptar lo de "obreros del mundo, uníos" de Marx por ser no marxistas o cristianos sociales sentían lo mismo desde los sentimientos y las emociones.
La universalidad conferida por sus adeptos las volvía axiomáticas, de modo que no necesitaban demostración teórica, y por su carácter interpelador de la totalidad del ser se volvían dogmáticas como los asuntos de la religión.
En este punto su inmenso poder descansaba en el sentido misional y redentor con que mágicamente se recubrían por parte de quienes les tributaban su fe, sobre todo en épocas en que el peso de la formación hogareña en el cristianismo era bastante notorio y, como "el cristiano siempre debe ser un apóstol, jamás un apóstata", la revolución era la ocasión esperada para construirse un reino en el Cielo, sobre todo para quienes sopesaron los pros y los contras de las vías tradicionales para la entrega a Cristo y después sostuvieron que se podía ser apóstol por la Cruz o por la espada. Los que eligieron la espada por afinidades fascistas entraron al Ejército o a la CNU y los jóvenes de izquierda lo hicieron en las organizaciones armadas guerrilleras.
Recuerdo una frase emblemática omnipresente por entonces: "No les des pescado, enséñales a pescar", que encierra en su intencionalidad ésta otra de mayor claridad: "Dales un pescado y comerán por un día, enséñales a pescar y comerán toda la vida".
En sí misma era y es correcta, pues implica para quien la asume la preocupación por el futuro del hambriento o del pobre genérico, superior en la dimensión del amor a la mera caridad cristiana cuando se atiene al presente. Además, encierra una finalidad educativa que trasciende el simple asistencialismo.
Recuerdo que se la espetó un militante trotskista a un peronista de la Tendencia cuando éste le compró un sándwich a un chico de la calle. El peronista se burló del otro y le reprochó su supuesta frialdad e impasibilidad ante la urgencia de la solidaridad en el aquí y ahora, más aún tratándose de un niño... un niño pobre de Argentina... seguramente hijo de padre y madre peronistas... Y como la caridad bien entendida siempre comienza por casa, allí estaba el llamado concreto de Cristo para el peronista.
La poesía del socialista Tejada Gómez "Hay un niño en la calle" conmovía a los cristianos sociales tanto como las imágenes de Cristo expulsando a los mercaderes del templo en el evangelio de San Mateo, sobre todo aquel verso que decía "Que nadie duerma esta noche si hay un niño en la calle...".
Aquellas décadas violentas en todo el mundo han enseñado hasta la evidencia (aunque algunos se resistan a admitirlo aún hoy) que los imperativos de la urgencia, de la abnegación, del ya, del aquí y ahora, no son políticos sino religiosos. Y fundamentalistas. Como tales se sacian en un acto. Y luego del acto, nada.
Este recuerdo me ha hecho reflexionar acerca de la característica más notoria del peronismo que hoy resabia en las políticas populistas del radicalismo y de los autotitulados peronistas (residuales, puesto que aquel peronismo definido por John William Cooke como "el hecho maldito del país burgués" ya no existe). Me refiero a esa cuestión ambigua, indescifrablemente cristiana u oportunista en el presente cuando proviene de los gobernantes (no así de las experiencias autogestionarias de base, por lo demás escasísimas) de atender la urgencia y, en el mejor de los casos (suponiendo sus motivaciones), de paliar el dolor de los débiles y vulnerables.
Cuando proviene de los gobernantes eso hoy ni siquiera es bueno, aunque calme el hambre o mitigue el frío de los pobres, pues la historia no tiene que empezar de nuevo desde cero cada cuatro años y con cada nuevo aspirante al cetro. La educación en general y el conocimiento histórico imparcial deben despejar los mitos y los ideologismos circulares, recurrentes, como el implícito en esta cuestión, pues no puede ser que sigamos batiendo el parche por el presente negándonos a construir el futuro siendo que éste se construye sólo en y desde el presente.
No se puede superar un presente negativo si nos mantenemos constantemente en la "lógica de la emergencia", solucionada con otra emergencia y luego con otra y con otra, inclusive acudiendo a forzar las leyes si es preciso, pero siempre alardeando con mensajes utopistas para captar nuevos prosélitos para una actividad política devaluada hasta la mínima expresión.
Por cierto, el estudiante que pronunció esa frase tenía toda la razón del mundo. Como dijera Francis Bacon, "la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad" (ni siquiera de la del Tribunal de la Razón). Por lo menos en lo que se refiere a Argentina.
CARLOS SCHULMAISTER
(*) Profesor de Historia