Hasta hace apenas cuatro meses, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y quienes comparten sus opiniones insistían en que la agricultura y ganadería eran actividades virtualmente libres de riesgo, ya que lo único que tenían que hacer los productores rurales era vender a precios exorbitantes lo que la naturaleza se encargó de darles. En base a este planteo insensato, el gobierno optó por impedir, mediante las tristemente célebres retenciones móviles, que aprovecharan una coyuntura internacional realmente excepcional que imaginaban se prolongaría por muchos años más. Por desgracia, las circunstancias no tardarían en desvirtuar los argumentos oficiales. Lejos de ser actividades sin riesgos, las vinculadas con el campo dependen de factores que las hacen aún menos previsibles que las de otros sectores. En los meses que siguieron al conflicto que hizo trizas de la popularidad de la presidenta y de su marido, el campo ha sufrido una serie de golpes muy dolorosos. Algunos, como los supuestos por la larga sequía y una helada, fueron asestados por la naturaleza; otros, como el desplome de los precios internacionales de la soja y el trigo, se debieron a la crisis internacional. Puesto que a esta combinación de factores negativos es forzoso agregar la hostilidad vengativa de un gobierno que al parecer sigue convencido de que los productores rurales son golpistas natos resueltos a depauperar a sus compatriotas, no es del todo sorprendente que el campo esté en graves problemas, ni que muchas localidades que antes del conflicto disfrutaban de prosperidad ya estén experimentando una recesión.
Tanto el gobierno como los muchos que toman el agro por un sector parasitario al que hay que subordinar firmemente a los intereses de la población urbana se resisten a entender que para el campo los momentos de bonanza suelen ser breves y que por lo tanto es necesario que los productores rurales piensen en términos no sólo de años sino de lustros e incluso décadas.
De no haber sido por el oportunismo de un gobierno resuelto a apropiarse de las ganancias a su juicio extraordinarias que fueron posibilitadas por el boom mundial de los commodities, hubieran podido invertir el dinero que esperaban conseguir preparándose para enfrentar la etapa de años flacos que tarde o temprano llegaría. Como consecuencia de la torpeza y miopía del kirchnerismo, pocos lo hicieron con el resultado de que el comienzo de los malos tiempos, agravados por la crisis mundial, les vino encima luego de que el enfrentamiento con el gobierno había reducido su capacidad para reaccionar.
La caída de los precios ha sido brutal. En agosto, la tonelada de soja valía 609 dólares; en la actualidad, apenas supera 300 dólares. En el mismo lapso, el precio del trigo se ha derrumbado también, bajando de 470 dólares a poco más de 200. Si bien en comparación con los promedios históricos siguen siendo relativamente altos, ya no tienen nada que ver con los niveles que hicieron del campo una presa muy tentadora para un gobierno necesitado de dinero fresco. Por lo demás, a raíz de los problemas ocasionados por la política oficial y también por la naturaleza, los productores rurales han sembrado menos, de suerte que se prevé que la cosecha próxima sea mucho menor -se habla de más de tres millones de toneladas menos-, que la de los años anteriores, lo que, huelga decirlo, privará al gobierno de buena parte del dinero que anticipaba conseguir a través de las retenciones. También está en apuros la ganadería: perjudicada por las esporádicas vedas a la exportación y por el intervencionismo a menudo arbitrario del gobierno, esta actividad emblemática se ha estancado durante décadas y, dadas las circunstancias, es escasa la posibilidad de que se recupere en el futuro previsible. ¿Significa todo esto que el agro ya ha dejado de constituir el sector más dinámico, más innovador y por lo tanto más promisorio de la economía argentina? Claro que no, sólo que se trata de un conjunto de actividades sumamente inestables por ser vulnerables a las vicisitudes climáticas y los altibajos de los mercados internacionales. A menos que el gobierno entienda esta realidad evidente y actúe en consecuencia, el país continuará privándose del aporte inmenso que los productores rurales podrían brindar a la prosperidad nacional.