El tsunami económico que está destruyendo fortunas gigantescas, empresas enormes y una multitud de empleos en todo el planeta, comenzó hace un par de años con un terremoto, a primera vista no muy violento, en el mercado inmobiliario de Estados Unidos. Como ocurre con los temblores naturales, fue consecuencia de presiones que se acumulaban durante décadas. Desde 1977, bancos y otras instituciones financieras se han visto obligados a colaborar para que todos los norteamericanos, en especial los integrantes de minorías étnicas consideradas víctimas de prejuicios intolerables, pudieran adquirir una vivienda propia. Los banqueros que, fieles a las tradiciones adustas de su oficio, no querían prestar dinero a personas claramente insolventes serían acusados ante la Justicia de discriminación racial, lo que les costaría muy caro, de suerte que se resignaron a acatar las reglas. Por lo tanto, a través de los años se creó una montaña de deudas tóxicas que más tarde sería atribuida a la falta de regulación supuestamente típica del sistema en la patria del "capitalismo salvaje". Sin embargo, sucede que las agencias hipotecarias principales, las simpáticamente denominadas Fannie Mae y Freddie Mac, eran entidades semipúblicas controladas desde cerca por políticos que estaban menos interesados en los detalles contables engorrosos que en asegurar que la pareja cumpliera un papel social progresista.
En la raíz de la debacle, pues, se encuentra un programa que fue impulsado con vigor por políticos resueltos a beneficiar a los pobres. Aunque a esta altura es evidente que hubiera sido mejor, y a la larga mucho más barato, hacerlo entregándoles casas sin pedirles nada a cambio, sucesivos gobiernos norteamericanos sabían muy bien que la mayoría de los contribuyentes se resistiría a permitirlo, motivo por el que prefirieron forzar a los banqueros a colaborar. Por supuesto que los banqueros procuraron minimizar los riesgos planteados por su aporte solidario a la equidad social dividiendo en pequeños pedazos las deudas que eventualmente resultarían incobrables, con el resultado de que andando el tiempo buena parte del sistema financiero mundial sería contagiada por el veneno.
No es que los financistas sean personas inocentes. Para ellos, enriquecerse lo más rápido concebible es una prioridad absoluta que les da un sentido a su existencia. A fin de incrementar sus ganancias personales, se las ingeniaron para crear mecanismos que, el apalancamiento mediante, les servirían para apropiarse de centenares de millones de dólares. Está de moda indignarse por tanta codicia, pero es de suponer que en su caso, como en los de cantantes, actores de cine y deportistas que también se han acostumbrado a embolsar sumas fabulosas, lo que más les importaba no era tanto el dinero como tal cuanto el status que a su entender se vería reflejado por sus ingresos. Después de todo, no hay mucha diferencia entre la calidad de vida de un millonario común y uno cuya fortuna sea quinientas o mil veces mayor.
El que el gran crac haya sido una obra conjunta de políticos es de suponer bien intencionados que sólo querían ayudar a los pobres y financistas incautos convencidos de que les sería dado multiplicar ad infinitum sus ganancias no ha impedido que casi todos hayan optado por pasar por alto la contribución de aquellos al desastre y ensañarse con éstos. Tal reacción puede considerarse natural. Desde que el mundo es mundo, quienes se dedican a las finanzas tienen mala prensa -a diferencia de los agricultores y los fabricantes, no producen nada, pero aprovechando las necesidades ajenas adquieren fortunas fenomenales- de suerte que no bien estalló la crisis, políticos de todos los pelajes, incluyendo a republicanos norteamericanos como John McCain, intelectuales y la mayoría de comentaristas mediáticos los acusaron de haberla provocada. Como consecuencia, se ha consolidado el consenso de que en adelante será necesario someter a los mercados financieros a un régimen de control internacional sumamente severo, además de tomar medidas novedosas para proteger a la gente común de las repercusiones de la crisis.
Todo lo cual suena muy bien, pero por desgracia es más que probable que el "nuevo capitalismo" cuya llegada inminente está festejando una variedad de líderes políticos que incluye a lumbreras como Cristina Fernández de Kirchner, Luiz Inácio "Lula" da Silva, los mandamases de China y la India y el movedizo conservador francés Nicolas Sarkozy, resulte ser llamativamente menos productivo que el viejo cuyas exequias están celebrando con fruición. No hay que olvidar que el movimiento en pro de la liberalización económica cobró tanta fuerza no porque sus partidarios fueran más convincentes que los comprometidos con recetas dirigistas sino porque los países en que predominaba el estatismo funcionaban cada vez peor.
De todas formas, hoy por hoy, el problema principal que enfrenta la economía mundial consiste en la negativa de los banqueros privados a arriesgarse repartiendo préstamos como hacían antes de sentir pánico por la ubicuidad de aquellas "deudas tóxicas". La prevista proliferación de inspectores gubernamentales no ayudará a solucionarlo. Tampoco servirá para restaurar confianza entre los financistas la insistencia generalizada en que desempeñen un rol social más positivo, o sea, que reediten, tal vez en escala aún mayor, los mismos errores que los hicieron armar la bomba de tiempo que acaba de estallar.
Los frutos de la cumbre del G20 que se celebró hace poco en Washington ya han empezado a mostrarse: todas las plazas financieras del mundo reaccionaron desplomándose. Es que a los inversores no les hace ninguna gracia la idea de que líderes de países "emergentes", cuyo producto per cápita es una mera fracción de aquel de los desarrollados, ayuden a reformar el sistema capitalista mundial. Lejos de sentirse reconfortados por la voluntad de la presunta elite planetaria de reconstruir el capitalismo para que en el futuro los resultados sean más igualitarios y, sobre todo, para que no surjan más burbujas, temen que ya se haya iniciado una etapa de intervencionismo alocado, con la participación entusiasta de mandatarios tercermundistas de ideas decididamente heterodoxas, que dure muchos años.
Así las cosas, no extraña que tantos inversores, abrumados por el pesimismo, estén tratando de salir de los mercados bursátiles cuanto antes, de ahí las caídas estrepitosas en los días que siguieron a la reunión más reciente de políticos que se imaginan plenamente capaces de reparar el sistema económico mundial.
JAMES NEILSON