Aunque el presidente electo Barack Obama insiste en que hasta el 20 de enero del año que viene George W. Bush será el único responsable de las medidas que se tomen en lo que queda de su gestión, en el encuentro "de transición" que los dos celebraron el lunes pasado en la Casa Blanca procuró persuadirlo de aprobar lo que calificó de un paquete de estímulo para las empresas automotrices más importantes de Detroit, General Motors y Ford, puesto que a su entender podrían caer en bancarrota a menos que muy pronto recibieran ayuda pública. Bush se mostró reacio a complacerlo, si bien le dijo que podría cambiar de opinión si Obama se comprometiera a apoyar el tratado de libre comercio con Colombia, un acuerdo que los sindicatos norteamericanos, de mentalidad proteccionista, repudian so pretexto de que el gobierno de Álvaro Uribe viola los derechos humanos de sus homólogos locales, pero parecería que después cambió de opinión por no querer demorar el rescate impulsado por su sucesor. Es de suponer, pues, que en los próximos dos meses el destino de General Motors, que hace poco se vio desplazada por Toyota como la automotriz más grande del planeta, no dependerá por completo de los mercados, lo que sería una buena noticia para los trabajadores de la empresa y para quienes todavía poseen sus acciones. Con todo, incluso si las empresas automotrices norteamericanas logran sobrevivir gracias a la inyección de una cantidad colosal de dinero público, sería poco probable que recuperaran el lugar en la economía mundial que ocuparon durante buena parte del siglo pasado.
El gobierno norteamericano, trátese del actual del presidente Bush o del encabezado por Obama, se enfrenta a una situación que en nuestro país no sería del todo novedosa. Se ve obligado a elegir entre proteger a una empresa industrial poco competitiva a fin de conservar las muchas fuentes de trabajo que genera -y también por motivos sentimentales por ser cuestión de una empresa emblemática-, por un lado y, por el otro, dejarla caer porque sería inútil seguir gastando dinero en subsidios para quienes se resisten a cambiar. Obama favorece la primera opción mientras que Bush preferiría la segunda, aun cuando como consecuencia de ello Estados Unidos se viera sin una gran industria automotriz propia ya que los dueños de la mayoría de las fábricas viables serían extranjeros. En parte, la diferencia se debe a factores ideológicos, ya que por su formación y por su militancia en el Partido Demócrata Obama cree mucho más en el intervencionismo estatal que Bush, pero también incide la voluntad del presidente entrante de conservar el apoyo de los sindicatos poderosos que lo ayudaron en las fases finales de su campaña electoral.
El derrumbe de la empresa que por décadas simbolizó más que ninguna otra el poderío industrial de Estados Unidos se debe no sólo a problemas financieros vinculados con los costosos planes jubilatorios que organizó bajo fuerte presión sindical sino también a su larga resistencia a producir la clase de vehículos que le hubiera permitido competir exitosamente con sus rivales japonesas y, en menor medida, europeas. Desgraciadamente para General Motors, los modelos grandes que consumen mucho combustible en que siempre se ha especializado no son apropiados para tiempos en que el precio del petróleo puede subir de golpe hasta alcanzar niveles sin precedente, razón por la que desde hace un par de años las ventas han caído mientras que aumentaron las de los vehículos japoneses, que son mucho más económicos. Por lo demás, parecería que los consumidores norteamericanos coinciden en que la calidad mecánica de los autos nipones es muy superior a la de los producidos por General Motors y que también perjudican menos el medio ambiente, detalle éste que hoy en día reviste mucha importancia a causa de la preocupación generalizada por los presuntos efectos de la emisión de gases en el clima. Puesto que Obama jura estar mucho más interesado que Bush en la ecología, si finalmente decidiera rescatar a General Motors tendría que insistir en que la empresa se reforme radicalmente, poniendo fin a su resistencia -y la de los sindicatos del sector- a reglas destinadas a obligar a los fabricantes de automóviles a reducir drásticamente las emisiones de gases carbónicos de sus productos.