Armando Palau no fue un mediocre. Ejercía un curioso liderazgo propio de los idealistas y, como subsecretario de Agricultura, convencía a propios y extraños. Cuenta la leyenda que en 1974 sorprendió a Juan Domingo Perón cuando -con total desparpajo- le propuso promover el cultivo de soja para incorporar proteína a los alimentos balanceados. Pretendía de esta manera abaratar el precio del pollo a los efectos de sustituir el consumo de carne vacuna. Allí nomás, en la Quinta de Olivos, se programó el viaje de un avión Hércules a Estados Unidos para traer semilla de la oleaginosa en cuestión, muy resistida por los productores de aquellos entonces. Horacio Giberti, secretario de Agricultura y Ganadería y jefe de Armando, era un catedrático prestigioso. Sostenía que el problema del campo se resolvía con la teoría de la zanahoria y el garrote. Es decir, con apoyo técnico y crediticio a quienes estaban dispuestos a innovar y reconvertir y asustando con intervenciones espesas a quienes conservaban tierras improductivas. Así que no resultó muy difícil conseguir algunos voluntarios para iniciar los primeros núcleos sojeros. Esto no lo alcanzaron a ver Giberti ni Palau, pues fallecido el presidente el poder fue capturado por José López Rega. Esta vez la persecución se ensañó con el ingeniero Palau y lo obligó a ser espectador del conocimiento pisoteado, la visión miope y la modificación nula de la realidad.
El 24 de marzo de 1951 un escueto informe de la casa de gobierno sacudía el mundo: "En la planta piloto de energía atómica en la isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica". Argentina tenía la bomba y tocaba timbre en el selecto grupo de las potencias de posguerra. Tal vez suene grotesco medio siglo después, pero en esa época existía una verdadera competencia por blanquear y amnistiar a cuanto científico alemán apareciera en el horizonte del asilo político. Los destinos para los mejores estaban en Estados Unidos y la Unión Soviética. Argentina se conformaba con saldos y retazos. Fue así como arribó Ronald Richter, un físico de tercera o cuarta línea que ilusionó a Perón con la fusión atómica.
La derrota de Malvinas puso en evidencia la ineptitud de las FF. AA., particularmente en el aspecto de la administración nacional. Se podía percibir el aroma a democracia y los partidos políticos volvían a poner en marcha sus engranajes. El justicialismo tenía como candidato a Ítalo Argentino Luder. El diseño del programa agropecuario fue confiado a Armando Palau, quien puso todo su talento en un plan hasta hoy difícil de superar. Pero las elecciones las ganó Raúl Ricardo Alfonsín y en la provincia de Buenos Aires triunfó el radical Alejandro Armendáriz, con lo cual el sufrido Palau retornó a su Carlos Tejedor natal con otro destierro a cuestas, esta vez interno. Pero ya era un mito y muchos agrónomos y veterinarios jóvenes lo buscaban como espejo. Entre quienes peregrinaban a Tejedor procurando doctrina estaban Martín Piñeyro, Héctor Ordóñez, Rafael Delpech, Héctor Huergo, Bernardo Cané, Adolfo Boverini, Félix Cirio y Felipe Solá. Ninguno de ellos igualó la coherencia del maestro.
El coronel Enrique P. González, camarada de Perón en épocas del GOU, sospechaba que había demasiado verso en el asunto. Había sido designado para vigilar de cerca a Richter, pero éste le bloqueaba el acceso a la isla Huemul. Además. El físico austríaco era un barril sin fondo consumiendo recursos para construir, destruir y volver a construir instalaciones faraónicas en el misterioso lago Nahuel Huapi. Finalmente González renunció, lo que agudizó el olfato de Perón. Fue reemplazado por un marino que tenía alguna noción sobre procesos tecnológicos. El capitán de fragata Pedro Iarolagoitía convenció a Perón sobre la necesidad de evaluar el proyecto Huemul.
En 1987 Antonio Cafiero ganó las elecciones en la provincia de Buenos Aires. Antes le había consultado al ya maltratado Palau sobre política agropecuaria y Armando le había recomendado a Felipe Solá para el cargo de ministro de Asuntos Agrarios. Dos años más tarde Carlos Saúl Menem, al llegar a la Casa Rosada, lo nombró secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca. Fue durante los ´90 que Solá autorizó la utilización de semillas de soja RR (genéticamente modificadas), lo cual generó un cambio fenomenal en la costumbre productiva. En diez años la siembra directa no sólo anuló la erosión hídrica y eólica que amenazaba con la desaparición del suelo cultivable sino que disminuyó sustancialmente los costos de producción. Con esta tecnología era posible realizar labores agrícolas en un día cuando antes el proceso demoraba meses. Curiosamente el cultivo de soja inauguraba otra historia, todavía no resuelta en tiempos de pingüinos: el descontrol meridiano para el cuidado de los recursos naturales renovables y la sustentabilidad de la ecología.
Mario Báncora y José Antonio Balseiro no eran devotos del peronismo, pero se atrevieron y en su informe demostraron la falsedad del trabajo de Richter. Báncora era un joven ingeniero rosarino que, formado en Estados Unidos, había decidido volver a su patria chica para dedicarse a la docencia universitaria. Balseiro estaba haciendo un doctorado de Física en Londres cuando fue convocado de urgencia para aclarar el dilema de la isla Huemul. Perón había puesto como condición que los informes fueran de tipo individual y por escrito. Los otros integrantes de la comisión investigadora (Cap. Manuel Beninson, Ing. Otto Gamboa y el jesuita Juan Bussolini) se fueron por la tangente como para no irritar la voluntad oficial. No era tarea fácil ni cómoda decirle a Perón que se había equivocado.
Durante el gobierno del matrimonio Kirchner las cosechas de granos rozaron los 100 millones de toneladas anuales y duplicaron los records de la década pasada. El viento en cola, propulsado por la demanda asiática de los commodities, instaló una euforia económica de tal magnitud que permitió superar con creces la crisis del 2001 sin que nadie del clan Kirchner moviera un solo dedo. Es más, el gobierno desoyó sabios consejos que alertaban sobre los vaivenes de los ciclos agropecuarios. Y, en vez de apostar al desarrollo, el ordenamiento y la regulación, se empeñó en saquear lo que había. Finalmente, ignorando un escenario apto para robustecer la economía, logró derrumbar actividades históricamente sólidas como la lechería y la ganadería de carne. Importó más una caja chica arbitraria, glotona y no participable que una apuesta seria por la planificación, la productividad, el crecimiento sustentable y la generación de empleo.
Todavía se recuerda el suelazo que, en 1952, recibió Richter en su retaguardia teutona. Sin embargo, a pesar del desatino, Perón apostó a la ciencia: nombró al ingeniero Báncora en la Comisión Nacional de Energía Atómica y creó el Instituto de Física en Bariloche (dependiente de la Universidad Nacional de Cuyo), a cuyo frente puso al Dr. Balseiro. Ambos organismos (el actual Instituto Balseiro y la CNEA) salieron fortalecidos y su peso específico les permitió estar a la vanguardia en materia científica. En cambio, la tozudez K sigue creando enfrentamientos, decepciones y una falta absoluta de programación agropecuaria, ambiental y económica. Son las clásicas impericias argentinas que, presentadas como trofeos, sólo sirven para alimentar delirios en los fanáticos de turno.
ANDRÉS J. KACZORIEWICZ
Director del Instituto Patagónico de Investigaciones Productivas
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