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Cuanto más velozmente se consumen las obras de arte en nuestras sociedades, más me convenzo de lo mal que se ven o se leen o se oyen. Es tanto el afán por "estar al día", y tan breve el reposo permitido a los libros, las películas, las exposiciones o la música, que a veces tengo la impresión de que tanto los críticos como los lectores y espectadores se pasan la vida tachando de una lista interminable o escribiendo apresuradamente al lado de cada nuevo título: "Visto", "Leído", "Oído", y ahí se acabó todo, esas obras pasan a ser viejas y hasta la próxima de cada autor, que volverá a sufrir el acelerado proceso de su consumo y jubilación. En alguna otra ocasión me he preguntado cómo es que en un mundo tan impaciente aún hay quienes trabajamos como artesanos antiguos y dedicamos años a la preparación y ejecución de una película, una novela o unos cuadros que probablemente serán olvidados nada más verse o leerse o que en el mejor de los casos tendrán una corta vida en la memoria de quienes los han disfrutado mientras duraban. Ése es uno de los problemas con que nos enfrentamos los que todavía cultivamos esas cosas anticuadas que sin embargo, extrañamente, siguen gustando y de las que cada vez hay más demanda. La gente va menos a las salas, pero, en el formato que sea, ve más cine que nunca. El mundo de las letras se queja, pero jamás se habían vendido en conjunto tantos libros como actualmente. Las colas para admirar ciertas exposiciones son algo insólito en la larga historia del arte. Los conciertos suelen estar abarrotados, tanto los de música clásica como de cualquier otra índole. Pero, al mismo tiempo, se está educando cada vez más a la gente para ese mientras, y si acaso para el antes, para la espera y la víspera. En cierto sentido, a lo más que puede aspirar hoy una obra artística es a que sus receptores digan: "Me ha gustado. Otra". Y si añaden "otra" es porque la ya vista o leída ha dejado de contar, pertenece al pasado instantáneamente. De manera solapada, casi inadvertidamente, la conciencia de tal destino empieza a influir en los creadores, muchos de los cuales trabajan sin cesar y a matacaballo en una carrera perdida desde el principio. "Demos otra, que será olvidada en seguida, luego demos otra, que será arrumbada al instante, luego ?" y así indefinidamente. Cada vez entiendo mejor a los lectores de pocos libros y a los espectadores de unas cuantas películas, que los releen y las vuelven a ver una vez y otra. Es acaso la única forma de salirse de la vorágine: uno decide que su vida no da para permanentes pruebas, casi todas insatisfactorias; que prefiere centrarse en piezas que jamás se le agotan en el mientras sino que poseen un después inacabable. Que, una vez leídas o vistas, por así decir, lo "siguen llamando", dejan huella y tienen resonancia, y uno sabe que a cada nueva visión o relectura descubrirá matices, frases, imágenes, momentos extraordinarios en los que no había reparado antes. Uno puede escuchar infinitas veces el segundo movimiento de la "Appassionata" de Beethoven, o leer sin descanso Ricardo III, o contemplar reiteradamente algunos cuadros de Rembrandt o Caravaggio o Velázquez, o ponerse en el DVD una vez al año, sin hartazgo, "Centauros del desierto" o "Grupo salvaje" o "El Gatopardo". Todas estas obras tienen ya muchos años cuando no siglos, y se me dirá que las actuales, las nuevas, difícilmente pueden aspirar a algo semejante. En efecto, siempre es pronto para vaticinar la longevidad de lo reciente, y más todavía en un mundo que ni siquiera parece dispuesto a que se dé tal cosa como la longevidad de nada (ya saben: "Otra. Otra"). Estamos cada vez más programados para admitir la existencia tan sólo mientras dura esa existencia -en el caso del arte, mientras dura nuestra visión o nuestra escucha-, para desechar la perdurabilidad y el recuerdo. Y eso acaba afectando a los propios artistas, que, tal vez sin querer, van haciendo cada vez más "productos" en lugar de obras, y aquéllos más fungibles. Como lector y espectador que soy, he aprendido a desconfiar del mientras. Aunque lea un libro en vilo o esté encantado durante la visión de una película, ya no juzgo hasta el día siguiente a haberlos terminado. Las más de las veces, lo confieso -es difícil sustraerse a la educación o a la programación de la sociedad en que uno vive-, al día siguiente no dedico ni una evocación ni un pensamiento a aquello que disfruté en el mientras y descubro que se me ha disipado hasta su atmósfera. De tarde en tarde, en cambio, me doy cuenta de que la música, la pintura, la novela o la película me llaman aún y me rondan, que mi cabeza no es capaz de zafarse de ese mundo en el que estuve inmerso con la involuntaria previsión de salir de él al instante, en cuanto cerrase el volumen o abandonara el museo o el cine. La última vez que me ha pasado, que algo me ha rondado persistentemente y me ha hecho mella y me ha envuelto como un hechizo en su atmósfera, ha sido con la película de Agustín Díaz Yanes "Sólo quiero caminar" -como me sucedió con la anterior suya, "Alatriste"-, y no sólo porque en ella aparezcan el mencionado movimiento de la "Appassionata" y la gran cumbre de Peckinpah "Grupo salvaje". Creo que no es tampoco porque el director sea amigo mío -prefiero avisarlo- desde los diecisiete años sino, sencillamente, porque esa obra propicia su evocación y tiene un largo después, o eso adivino, lo cual ya es un milagro en nuestros fugaces e inasibles tiempos. (El País Internacional) JAVIER MARÍAS
JAVIER MARÍAS |
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