Hasta hace aproximadamente tres meses los "amos del universo", para emplear el calificativo burlón que se había popularizado, eran los operadores financieros de Wall Street, Londres y otras plazas que se enriquecían manipulando cantidades fabulosas de dinero en buena medida virtual. Desde que cayó una serie de instituciones gigantescas y los gobiernos de Estados Unidos y varios países de Europa rescataron a las sobrevivientes, aquellos financistas se han visto reemplazados en el papel de "amos del universo" por los líderes políticos del G20, un club conformado por los miembros desarrollados del G7 y una docena de "emergentes", incluyendo a la Argentina. Con entusiasmo manifiesto, los dirigentes del G20 se han propuesto rehacer la arquitectura financiera mundial. Ya celebraron una cumbre ministerial preparativa en tal sentido en San Pablo, donde los representantes de los "emergentes" pudieron disfrutar de la humillación de los ricos que asumieron la responsabilidad de haber provocado o, cuando menos, de haber permitido la crisis, y el sábado próximo se iniciará otra en Washington con la asistencia de los jefes de gobierno de los veinte, entre ellos la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Aunque todos coinciden en la necesidad de impulsar reformas "profundas" del orden financiero existente, esto no quiere decir que haya un consenso sobre cómo hacerlo. A juzgar por lo dicho en San Pablo, en Washington cada uno se concentrará en promover sus propios intereses, lo que será sin duda natural pero reducirá la posibilidad de alcanzar acuerdos concretos. El presidente francés Nicolas Sarkozy, que por ser hasta fines de diciembre el jefe de turno de la Unión Europea ha cumplido un rol destacado en el movimiento en pro de una especie de revolución financiera global, quiere aprovechar la oportunidad para proponer un sistema bastante parecido al ya existente en su país, pero es poco probable que los alemanes, norteamericanos, británicos y otros acepten las propuestas formuladas por los funcionarios galos. Asimismo, es de prever que, además de criticar con vehemencia triunfalista a los gobiernos de los países avanzados, los líderes de los "emergentes" procuren convencerlos de la necesidad urgente de prestarles mucho más dinero sin exigirles gastarlo de manera a su juicio razonable. Otro problema consiste en que el país más poderoso de todos, Estados Unidos, está en medio de una transición: por motivos evidentes, el presidente saliente, George W. Bush, no podrá asumir compromisos que afecten a su sucesor, el presidente electo Barack Obama, el que ya ha subrayado en diversas ocasiones que su gestión no comenzará hasta el 20 de enero próximo. Mal que bien, el resto del mundo tendrá que esperar hasta que Obama se haya instalado en la Casa Blanca antes de que la eventual reforma "profunda" de los acuerdos de Bretton Woods de 1944 sea mucho más que una expresión vaga de deseos.
Una prioridad declarada del G20 es restaurar la confianza en los mercados, pero no sorprendería del todo que sus esfuerzos por hacerlo resultaran contraproducentes. Por cierto, sería difícil que la presencia de dirigentes como Cristina entre los encargados de rediseñar las instituciones financieras planetarias ayudara a persuadir a los inversores de Wall Street, Londres, Frankfurt y Tokio de que la recesión incipiente será breve y poco dolorosa y que por lo tanto les convendría comprar acciones en lugar de venderlas. Parecería que la mayoría de los operadores bursátiles ya se ha resignado a que les aguarde una etapa tal vez prolongada de intervencionismo gubernamental que acaso sirva para que los mercados se estabilicen, pero que lo haría a costa del dinamismo característico de los años últimos en que la economía mundial crecía a un ritmo insólitamente vigoroso, motivo por el que está mostrándose reacia a arriesgarse demasiado. Mientras que a "los mercados" les encanta la libertad a pesar de los peligros que entraña, los políticos que quieren figurar como los salvadores del sistema financiero mundial están resueltos a hacer más rigurosos los controles. La crisis que se ha desatado les ha brindado un pretexto inmejorable para intervenir mucho más en el funcionamiento de los mercados, lo que, por desgracia, es incompatible con su objetivo declarado de reanimarlos.