Los convencidos de que el consumismo es intrínsecamente malo tienen motivos para sentirse satisfechos. A juzgar por lo que está ocurriendo en el mundo, han llegado a su fin los largos años en que hombres como el papa Benedicto XVI predicaban en el desierto, fustigando en términos pintorescos la obsesión con bienes materiales de sus contemporáneos y exhortando a todos a repudiar a los mercaderes, sin que nadie los tomara demasiado en serio. Desde hace algunos meses, centenares de millones de personas desparramadas por el planeta están comprando menos y, en cuanto pueden, ahorrando más. Puesto que durante milenios líderes religiosos de casi todos los credos, filósofos y vates nos han enseñado que ser austero es una virtud y el amor por el lujo es un vicio despreciable propio de sujetos inferiores, pocos negarían que en principio sería muy positivo que los occidentales dieran la espalda al furor consumista al que se habían entregado hasta mediados del año corriente para abrazar los casi olvidados valores tradicionales. ¿Se trata de un cambio permanente? Es de esperar que no: tal y como están las cosas, el triunfo universal de la virtud sería un desastre con muy pocos atenuantes.
Quienes han abandonado el consumismo con más fervor son los norteamericanos. Para consternación de los habituados a considerarlos consumidores insaciables, han optado últimamente por conformarse con lo que ya tienen. Parecería que no se trata tanto de un rapto de prudencia frente a la incertidumbre que han provocado los altibajos desconcertantes de los mercados bursátiles, cuanto de una suerte de revolución cultural de la clase que en su país se da con cierta frecuencia. Es como si, luego de más de una década de vivir de crédito, con el resultado de que una proporción sorprendente de los hogares está abrumada de deudas, los norteamericanos hubieran llegado a la conclusión de que tenían razón los moralistas que criticaban su conducta y que por lo tanto les corresponde mejorarla.
Como resultado, en los meses últimos se han precipitado las ventas de casi todos los productos que antes los fascinaban: automóviles, televisores, casas, lo que sea. Incluso comen menos, lo que sin duda complacerá a los asustados por la epidemia de obesidad que ha llenado la superpotencia de una cantidad fenomenal de individuos sobredimensionados. También se sentirán reivindicados los ecólogos preocupados por las repercusiones desagradables en el medio ambiente del consumismo, ya que una sociedad más austera necesita menos electricidad y petróleo.
Algo similar está sucediendo en otras regiones del mundo. Los europeos han reaccionado ante la proximidad de tiempos más duros reduciendo abruptamente sus compras. En la Argentina, Brasil y el resto de América Latina, el consumo ha caído estrepitosamente para desconsuelo de fabricantes y comerciantes. ¿Es porque la gente no tiene dinero? Sólo en parte. La cautela extrema que según parece se ha apoderado del grueso de la clase media mundial se debe menos a una merma de sus ingresos que al temor a que todo se desplome, y a la sospecha de que de todos modos en adelante le convendría aprender a evitar los excesos característicos de los años del boom en que los recién enriquecidos compitieron para ver quién pagaría más por un departamento en ciudades como Londres y Nueva York, marcando así pautas que los demás se esforzarían por respetar. La idea de que en la raíz de los problemas económicos que están agitando el mundo está "la codicia", el vicio que figuró en un lugar tan destacado en los discursos de los candidatos presidenciales norteamericanos, se ha propagado con rapidez vertiginosa por todo el planeta.
Así las cosas, no es inconcebible que estemos ingresando en una nueva época signada por el puritanismo en que por lo menos algunos que hacían gala de su "codicia" consumiendo de manera ostentosa intenten destacarse por su austeridad. De ser así, las consecuencias serían con toda seguridad calamitosas. Por perverso que parezca, un mundo comprometido con los valores sencillos reivindicados por un centenar de generaciones de moralistas de todos los pelajes no tardaría en hundirse en una depresión prolongada. Si los norteamericanos, los europeos y la minoría de latinoamericanos que están en condiciones de emularlos, decidieran desistir de comprar lo que en verdad no necesitan, la economía primermundista que se basa en la producción y venta de bienes y servicios prescindibles se hundiría enseguida, llevando consigo las de los países calificados de "emergentes".
Mal que les pese a los moralistas, sin el gusto mayoritario por lo superfluo no habrá forma de impedir una gran hambruna mundial.
Ya se ha visto frustrada la ilusión de que la eventual transformación del consumidor norteamericano en un dechado de frugalidad no cambiaría mucho porque los chinos se las arreglarían para tomar su lugar. El impacto de la caída del consumo en Estados Unidos ha sido muy fuerte en Asia, donde en las semanas últimas se han paralizado muchísimas fábricas que producían bienes para exportación. También está golpeando con dureza a los países, entre ellos la Argentina, que dependen de la venta de commodities cuyos precios se han desmoronado.
La incapacidad del consumidor norteamericano de continuar desempeñando un papel clave en el sistema económico internacional ha provocado una crisis monumental. Pudo hacerlo hasta hace muy poco porque le resultaba maravillosamente fácil conseguir créditos sin preocuparse por la necesidad de devolver el dinero un día porque suponía que el valor de su vivienda no dejaría nunca de aumentar.
Por su parte, el gobierno norteamericano pudo endeudarse hasta el cuello gracias a la voluntad de asiáticos ahorrativos de comprar cantidades ingentes de títulos en dólares. Desde hace varios años, los consumidores norteamericanos se ven subsidiados por chinos, árabes petroleros y otros que, por razones sin duda comprensibles, confían más en las leyes norteamericanas que en aquéllas de sus propios países. El esquema así supuesto funcionó bien mientras los norteamericanos cumplieron su papel, pero si éstos, asustados por el terremoto financiero que acaba de modificar el panorama y un tanto contritos por haberse entregado al consumismo desenfrenado, optan por la austeridad, la recesión que ya ha comenzado se convertirá pronto en una depresión muy profunda que persistirá hasta que por fin se cansen de esta virtud privada y, por sus consecuencias para el conjunto, vicio colectivo que es la frugalidad además, claro está, de conseguir los medios que les permitirían comprar todo cuanto se les antoje.
JAMES NEILSON