La consigna que acompañó al ya presidente electo estadounidense Barack Obama durante una larga campaña que comenzó hace más de un año difícilmente pudo haber sido más lacónica. Consistió en una sola palabra: cambio. Pero, como suele ser el caso en política, ni Obama ni sus partidarios se preocuparon por explicar su significado, aunque en ocasiones señalaron que el mero hecho de que un hombre de sus rasgos étnicos pudiera ser el próximo presidente de Estados Unidos ya representó un cambio fenomenal. Tenían razón, pero tanto los norteamericanos mismos como los millones de otros que siguieron las alternativas de la campaña que culminó el martes tenían algo más en mente que la catarsis colectiva supuesta por la elección de un afronorteamericano como presidente del país más poderoso, más rico y más influyente del mundo. Parecían esperar que el movimiento encabezado por Obama protagonizara una transformación radical de la superpotencia en una fuerza universalmente benigna muy distinta del país encabezado por el presidente George W. Bush. Debería ser innecesario decir que tales expectativas son muy poco realistas. A menos que el electo presidente se las arregle para desarmar y empobrecer a su país, poniendo fin así a su supremacía urticante, Estados Unidos continuará siendo un gigante con sus propios intereses que por su magnitud no puede sino desempeñar un papel preponderante en el mundo. Puesto que es evidente que Obama no tiene la menor intención de debilitar a Estados Unidos, muchos se verán muy decepcionados cuando se den cuenta de que en el fondo cambiará poco salvo, quizás, la imagen internacional norteamericana que depende tanto de aquella del mandatario de turno.
De todos modos, en los días que precedieron a la elección la reputación mundial de Estados Unidos no encabezaba la lista de prioridades de los votantes. Por razones comprensibles, lo que más les preocupaba era la crisis económica. Saben que su país ya ha entrado en recesión y temen que sea larga y dura, que millones de personas pierdan sus empleos, que caigan en bancarrota muchas empresas -incluyendo, tal vez, a las automotrices que el siglo pasado simbolizaban la potencia industrial norteamericana- y que en adelante casi todas las jubilaciones sean mucho más magras de lo que habían previsto. Es posible que tales temores resulten exagerados y que la capacidad de recuperación de la economía estadounidense los asombre nuevamente pero, según todos los sondeos, el estado de ánimo de la gran mayoría de los norteamericanos está abatido. ¿Confían en que Obama es el hombre indicado para asegurar que la prosperidad regrese después de un hiato corto? Por no tratarse de un político con experiencia administrativo hay que dudarlo, pero confiaban aún menos en el republicano John McCain por suponerlo demasiado cercano al gobierno de Bush, al que culpan por el desastre financiero que ya está repercutiendo en la "economía real".
Los desafíos ante el pronto a ser presidente Obama son enormes. Además de afrontar una crisis económica que, mal manejada, podría agravarse mucho, tendrá que convencer a sus simpatizantes más entusiastas de que "el cambio" que esperan con impaciencia se verá postergado y modificar la política exterior lo suficiente como para reconciliar a los reconciliables sin que los enemigos jurados de Estados Unidos crean que la superpotencia está replegándose y que por lo tanto pueden hostigarla con impunidad, como sucedió durante la presidencia de Jimmy Carter.
Por lo demás, si se traducen en medidas concretas los sentimientos proteccionistas que Obama manifestó en la campaña y que le merecieron el apoyo de sindicatos que bajo diversos pretextos quieren mantener a raya a bienes procedentes del exterior, sus esfuerzos por mejorar las relaciones norteamericanas con el resto del mundo se verían frustrados. Aunque en una etapa como la actual sería natural que un nuevo presidente estadounidense, sobre todo uno que podría sentirse obligado a asegurarle a la ciudadanía de que es tan patriótico como el que más, adoptara una postura nacionalista, de caer Obama en la tentación de erigir demasiadas barreras proteccionistas correría el riesgo de poner en marcha un proceso que tendría consecuencias nefastas para la economía internacional y por lo tanto para la de Estados Unidos mismo.