Pronto se cumplirá un año desde la asunción del actual gobierno que surgió bajo la consigna “del cambio”, después de años de un desgobierno que la historia provincial no tiene registro. Uno que acentuó de manera brutal los desgobiernos nacionales que se sucedieron destructivamente sobre las vidas y almas de nuestro pueblo.
Como decía, a punto de ingresar en el segundo año de mandato del gobierno actual, desde hace demasiado tiempo inicio mi caminata al trabajo de lunes a viernes durante la cual, demasiadas veces, veo con perplejidad peleas verbales y/o físicas entre conductores, es decir, personas adultas camino al trabajo. Me repongo del miedo y la vergüenza y continúo con mi marcha hacia la cita de honor con el cortadito y el diario antes de comenzar la jornada laboral.
De golpe una explosión cuando me acerco a la intersección entre Argentina y Belgrano, que desencadena un susto del que rápidamente me repongo al recordar que no son bombas de TNT. Inicio mi rito del cortadito y el diario, contando con los 10 minutos justos para enterarme de lo que pasa más allá de mi pequeña vida, donde son demasiadas escasas las oportunidades en las que alguna noticia me alivia, de alegría ni qué hablar, con excepción del triunfo de Obama y su consigna paradigmática “Cambiar podemos”. Concluyo la caminata en mi lugar de trabajo con algún que otro estruendo que ya no asusta aunque sí deprime. Una vez en acción, junto al equipo comienzo a escuchar historiales clínicos que me retornan a una perplejidad angustiante frente a tanto sufrimiento humano determinado por una destructividad siniestra, aberrante e innecesaria.
Demasiadas historias de devastaciones familiares personales que generan una epidemia de trastornos mentales raves como nunca antes hemos visto. Depre-siones mayores, intentos de suicidio, trastornos antisociales, violencia familiar, adicciones, trastorno de la ansiedad, de la conducta alimentaria y hasta derrumbamientos psicóticos, tienen como denominador común la agresividad; presente y pasada; de otros, hacia otros y hacia sí mismos. El equipo de trabajo debe estar en permanente estado de alerta y acción imaginativa para descubrir los remedios necesarios para asistir e intentar sanar estas enfermedades, si se quiere “nuevas”, cuyos males tienen origen en claros fenómenos de patología psicosocial que afecta de manera más ostensible, como reflejo del malestar general, sobre aquellos que se quiebran por ser más vulnerables: mujeres, niños y jóvenes. Entre otros factores encontramos algunos originadores centrales de este malestar en nuestras comunidades que podría sintetizarse bajo el concepto de agresividad destructiva masiva innecesaria: 1) el abandono de las responsabilidades y funciones parentelas, 2) el abandono, abuso y ultraje de mujeres y los niños, 3) la disgregación y destrucción de las familias y hogares, 4) la degradación y destrucción de la cultura del trabajo, 5) el materialismo voraz y espurio, 6) la pérdida del significado y sentido de la autoridad.
Es mucho lo que se podría desarrollar respecto de cada fenómeno enumerado. Lo cierto es que de ser cierta la hipótesis planteada, donde desde la clínica psicopatolƒgica se observa que más de un 60% de la población asistida padecen de trastornos originados en esta psicopatología colectiva, los riesgos que anuncian las manifestaciones concretas y cotidianas de agresividad comunitaria podrían desplegarse en el corto o mediano plazo en consecuencias de una gravedad y peligrosidad inimaginables. En pocas palabras: un fenómeno de implosión sociocomunitaria con regresiones antropológico-culturales donde la única ley que va a reinar es la de la selva.
No es mi intención generar alarmas apocalípticas, por que si así fuera no tendría sentido transmitir estas reflexiones.
Necesito compartir esta visión para que dejemos de negar el peligro y así evitar que coagule con todos atrapados en ese infierno. Lo que es mejor aún, para evitarlo y revertirlo para que exista un futuro, un buen futuro. La pregunta es: ¿por dónde empezar? La respuesta más simple y posible que se me ocurre es: por los menores.
Ellos son la mejor brújula, la meta que nos organiza y garantiza un futuro como comunidad. Un esfuerzo intransferible pero trascendente.
Aquellos que trabajamos para sanar estos males hemos descubierto que cuando en una familia, en un barrio, en las escuelas y en la comunidad, los adultos ubican a sus niños y jóvenes como prioridad, se curan a sí mismos como individuos y como ciudadanos. Pero para esto los adultos deben asumir no solamente esa responsabilidad sino también esa autoridad que naturalmente recae sobre ellos. Ésta se puede repudiar, negar, resignar, pero nunca será prescindible para lograr salir de esta devastación y avanzar sobre ese cambio propuesto por este gobierno votado por la mayoría de los ciudadanos hace casi un año. Algunos denominan este cambio propuesto como un esfuerzo de “revolución” para acceder al desarrollo deseado. En tal sentido, aunque las actuales autoridades gubernamentales hagan honor a la palabra de compromiso por el cambio empeñada, de nada servirá si no se lo acompaña por parte de toda la población, encabezada por los adultos, más allá de las jerarquías, clases socioeconómicas y culturales. Después de todo los menores son simplemente menores y nos necesitan, no pueden sin nosotros.
En tal sentido se me ocurre una acción concreta y simple para revertir la tendencia destructiva, y de alcance masivo, para aportar al cambio necesario: que tal si este año le garantizamos a nuestros niños y jóvenes completar el ciclo escolar, aunque esto signifique terminar en febrero, mientras los adultos buscamos caminos de comunicación para resolver nuestras diferencias a través de negociaciones serias y verosímiles; tolerando la espera necesaria para recorrer el sendero de la reconstrucción de las demandas económicas legítimas y el futuro de bienestar que todos nos merecemos, especialmente de aquellos como los docentes y demás trabajadores de la educación que han aceptado servir a la población.
Pueden imaginar el ejemplo que recibirían los niños y jóvenes; la autoridad con la que los docentes podrían reclamar sus demandas legítimas en una mesa de negociaciones con el gobierno y el ejemplo masivo para toda la población adulta en nuestras comunidades. ¿Y si esto fuera emulado por las demás instituciones públicas y privadas ligadas a la salud, la justicia, la administración y la producción?
Tengo la convicción que en términos pronósticos nunca nos vamos a arrepentir de haber sido la generación que hizo todos los esfuerzos posibles para reparar los males de demasiados años de destrucción y cofundadores del cambio imprescindible y añorado por la inmensa mayoría de la población por una vida y futuro mejor.
JOSÉ LUMERMAN (*)
Especial para Río Negro
(*) Médico psiquiatra. Director del Instituto Austral de Salud Mental.