|
El martes pasado, el pueblo de los Estados Unidos se volcó masivamente a las urnas y volvió a colocar a un líder del Partido Demócrata en la Casa Blanca. Es probable que si el candidato, hombre o mujer, hubiera sido de piel blanca, con solo levantar la consigna "es la economía, estúpido" que popularizó Bill Clinton, la derrota republicana se habría producido igual. O peor, porque no puede dejar de verse que, aunque haya sido por un margen escaso, en el voto blanco Barack Obama perdió. El triunfo se lo dieron los negros y, en menor medida, los hispanos. Sin contar, por supuesto, todo lo que hizo George W. Bush para perder. Como quiera que haya sido, lo cierto es que a partir del 20 de enero próximo un hombre de piel no demasiado negra, pero negro al fin, ingresará a la Casa que, desde Washington, es la mayor representación del poder en este planeta. Y eso tiene una significación que supera a cualquier otra, porque si bien la confrontación electoral se ha producido en momentos en que la economía de los Estados Unidos -y, consiguientemente, de todo el mundo- se encuentra en un trance dramático, eso no es nuevo. Ya en 1933 otro presidente demócrata debió afrontar una calamidad semejante. Pero se trataba de un blanco anglosajón, de familia aristocrática, llamado Franklin Delano Roosevelt. Nada que ver con ese apellido Obama, que no sólo en la sede gubernamental de los Estados Unidos sino en la de cualquier país del Occidente próspero es una rareza. ¿Puede alguien imaginar un apellido así en el palacio del Elíseo, en Downing Street 10 o en La Moncloa? ¿O en el Kremlin? Se nos dirá que en esos países hay pocos negros (los pocos que han podido entrar). Entonces traten de imaginarlo en el Planalto, sede del gobierno del Brasil, un país donde, en los setenta, un chiste que circulaba entre los intelectuales decía que en Brasil no hay discriminación racial porque los negros saben cuál es el lugar que les corresponde. Y no es, para terminar con esta parte, sólo el apellido. Porque, al parecer, Obama hizo en su vida una opción por la negritud, casándose con una más negra que él, la nueva primera dama, que tuvo con él dos hijas igualmente negras. Es, a mi modo de ver, un acontecimiento cultural que ilumina como pocos la historia de la humanidad desde que la Revolución Francesa levantó las banderas de libertad, igualdad y fraternidad entre los hombres y las mujeres de este mundo. Y lo es porque se ha producido en los Estados Unidos, un país que salió de la Segunda Guerra Mundial con el prestigio que le dio su participación en la derrota del nazifascismo, pero que todavía cargaba sobre sus espaldas el peso de las hogueras y las horcas del Klan, y la discriminación legalizada en formas de apartheid. Naturalmente que en el sur profundo de los Estados Unidos, el que William Faulkner llevó a la literatura, sobreviven y perdurarán las convicciones racistas -de republicanos y demócratas como George Wallace- que dieron sustento al alzamiento contra la abolición de la esclavitud. Es difícil prever si en esos Estados, o en otros como Texas, renacerá el odio a raíz del triunfo de Obama. Pero no puede caber duda de que el nuevo presidente no llega al Salón Oval como una pantera negra, o siquiera como un Martin Luther King, para representar a la redención de los negros. Su discurso, en este tercer milenio, ha estado dirigido constantemente a todos los estadounidenses, y sin la menor alusión al color de su piel. Pero, a la vez, ha querido mostrarse como un líder del sueño americano, de libertad, igualdad de oportunidades y prosperidad. Claro que, aunque él no lo haya querido así, los negros desean seguir avanzando en la igualdad de derechos. Es por eso que un obispo negro de los Estados Unidos, Wilton Gregory, ha expresado su deseo de que el Papa que suceda al blanquísimo Benedicto XVI sea un negro. (Aunque, lo digo al pasar, es más difícil que sea una mujer). Como no hay mal que por bien no venga, para Obama ha sido de gran ayuda para triunfar la crisis que ha dejado maltrecha a la economía de los Estados Unidos. Pero a partir de enero le tocará enfrentarla, a sabiendas de que ahora la esperanza de prosperidad será reemplazada por la de quedar a salvo del desempleo y la pobreza, un riesgo cierto para decenas de millones de norteamericanos. El sueño americano no dejará dormir al nuevo presidente porque, por más acertada que sea la política que emprenda para sacar a su país -y al mundo- de la crisis, no podrá impedir que en un lapso cuya duración es difícil prever, pero que será duro, los daños sean inevitables. No hay que descartar la posibilidad de que, si no acierta, Obama no sea reelecto al completar su primer mandato. Con todo, lo importante es que, al contrario de lo que le pasó a John Kennedy, lo complete. Así se lograría un avance más en el sueño americano, que sufre con esa costumbre de matar líderes, que ha segado vidas como la del mismo Abraham Lincoln, Martin Luther King, Kennedy y su hermano Robert. Hay un chiste que circula en Nueva York, reproducido en el diario "Página 12" que, como sucede con los chistes cuando son buenos, hace reír, pero que en este caso da miedo. Dice que Obama llega al Paraíso, donde como es habitual lo recibe San Pedro. Le cuenta Obama que ha sido electo presidente de los Estados Unidos y el apóstol, gratamente sorprendido, le contesta: "Ah, qué bien. ¿Y cuándo fue eso? Hace 20 minutos". JORGE GADANO jagadano@yahoo.com.ar
JORGE GADANO |
|