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Sobre caídas presidenciales -un tema bastante triste y quizá inoportuno en los momentos actuales- los argentinos tenemos unas cuantas experiencias. Los más veteranos podemos evocar vivencialmente, contando sólo las de presidentes constitucionales, el respetable número de 6 (seis): Yrigoyen (1930), Castillo (1943), Perón (1955), Frondizi (1962), Illia (1966) y De la Rúa (2001). Pero hay una novedad. Hemos descubierto, paseándonos primero por Google y con un libro responsable después, lo que sería otra caída presidencial, aunque de índole menos trágica y quizá hasta cómica: corresponde a un accidente que le habría ocurrido al presidente Agustín P. Justo (1932-1938). Nuestro descubrimiento de esta novedad (absoluta para nosotros) nos condujo a repasar -en procura de ubicación histórica para el lector- el tomo titulado "Los conflictos de la Argentina próspera" de Félix Luna, que contiene una crónica de la presidencia de Justo, el protagonista de gran parte de los hechos políticos de la década de 1930, bautizada por los nacionalistas como "La década infame". Y entonces, sin olvidar todos los condicionantes negativos que dejaron como herencia, ocurre que cuando uno relee la crónica -poniendo entre paréntesis, insistimos, la ilegitimidad del régimen, el fraude sistematizado y las miserias habituales de la política- advierte que aquella oligarquía encabezada por Justo, militar, ingeniero y bibliófilo, sabía también hacer algunas cosas ausentes en casi todos nuestros gobernantes posteriores, como administrar eficientemente el Estado. El libro de Félix Luna (un historiador insospechable de simpatías conservadoras) reseña bajo subtítulo "El gobierno en acción" una serie de éxitos administrativos que pueden sorprender a muchos. Mencionemos sólo algunos de los que el historiador recoge. Estos conservadores lograron superar la crisis económica y despertar una discreta industria, tuvieron ministros en serio (como Cárcano, Saavedra Lamas, Pinedo, De Tomaso), encargaron a ingenieros y profesionales competentes los organismos del Estado (Prebisch en el Banco Central, Paitoví en Obras Sanitarias, Gandolfo en obras hidráulicas del Alto Valle, Silveyra en YPF, Pablo Nogués en Ferrocarriles, Ezequiel Bustillo en Parques Nacionales, Allende Posse en Vialidad, Vedia y Mitre en la intendencia porteña, etc. etc.). Construyeron 30.000 km de caminos, embellecieron a Buenos Aires con la General Paz, Corrientes como avenida, la Nueve de Julio, el Obelisco, las hermosas diagonales, las plazas y grandes edificios públicos, organizaron los parques nacionales de Bariloche, San Martín de los Andes, Chubut, Misiones... Lograron una política educativa exitosa en los niveles primario y secundario, con maestros y profesores bien remunerados. En política exterior, Saavedra Lamas obtuvo el Nobel de la Paz y el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, nadie menos, se paseó en carroza con su colega argentino Agustín P. Justo por las limpias calles de una Buenos Aires señorial. Señalado el marco histórico, vayamos al tema casi folclórico de las caídas presidenciales reseñando, dentro del libro que mencionamos al principio, un texto que parece extraído de uno de chistes o de la serie "Créase o no" de Ripley aunque tenga un pie de imprenta de indudable seriedad. La caída de Justo El libro es lujoso y de 200 páginas. Editado por la Embajada Alemana en el 2007, se titula "Argentina-Alemania, 150 años" y tiene en la tapa tres fotos: una de Fangio en su invicto Mercedes Benz, otra de Adenauer recibiendo a Frondizi y la tercera de un aeroplano y su piloto en la pista. Se trata de un tomo muy rico de notas y documentos que patentizan las relaciones de un siglo y medio entre los dos países, comenzando en 1857. Incluye episodios históricos que van desde la venida del naturalista Burmeister hasta la cooperación actual, pasando por cosas como la fundación de Comodoro Rivadavia, la visita del "Zeppelín", el arribo de los tripulantes del "Graf Spee" y el caso Eichmann, haciendo incluso la crónica del nacimiento del Goethe Institut y del Deutsches Hospital. Un material de excelente nivel literario e interés socio-histórico. Pero lo que más llama la atención está en la página de apertura con una nota que suscribe el entonces embajador de la República Federal, en razón de lo que cuenta de un episodio ocurrido en la década, tan pintoresco como absolutamente ignorado, que habría tenido como protagonista al mismísimo presidente argentino. (Es el episodio que motiva la tercera de las fotos de la tapa, la del avión y su piloto alemán). Sería necesario transcribirlo completo entre comillas para que no parezca un invento, pero el texto es de fácil acceso también en internet (buscar en Google: "Junkers 10 Junior"). Se relata ("A manera de prólogo") que el presidente Agustín P. Justo viajó de Buenos Aires a Córdoba y allí se subió al Junkers, un avión de dos asientos con cabina descubierta y se ubicó en el habitáculo trasero, ciñéndose el cinturón de seguridad. El avezado piloto J. Stunde siguió el trazado del ferrocarril para no desorientarse en su ruta a Tucumán. Durante la travesía, el aeroplano sufrió fuertes y continuas turbulencias pero el piloto, superando los percances, pudo aterrizarlo con mano firme en destino y a horario. Aguardaba el avión en Tucumán un dispositivo de recepción espectacular. Ante el gran despliegue militar con banda y alfombra roja de bienvenida, el piloto giró la cabeza para disculparse frente al ilustre pasajero por las sacudidas del vuelo y entonces advirtió, espantado: "¡El presidente no está!"... ¿Qué había sucedido? En una sacudida se había roto el tornillo del cinturón de seguridad del asiento trasero y su ocupante, catapultado del avión, cayó al vacío. Pero, por fortuna, el paracaídas que estaba unido por cuerda al fuselaje se abrió y el presidente pudo aterrizar muellemente sobre unas dunas sin sufrir lesiones. Tuvo suerte, concluye el relator, ya que precisamente en ese instante pasó un tren y él pudo convencer al desconfiado maquinista para que lo llevara a la ciudad. Finalmente llegó, aunque con cinco horas de retraso, a una ciudad que se hacía cruces por el milagro de un presidente de la Nación primero esfumado y luego reaparecido mágicamente, a lo Aladino, en su viaje hacia San Miguel del Tucumán. ¿Cómo interpretar esta pintoresca anécdota que suscribe el embajador considerándola fehaciente? Caben dos posibilidades. Una es que sea cierta, que sea un secreto como de Estado, que eso haya realmente ocurrido y nosotros, poco informados, seamos los ignorantes. Otra es que alguien, con la intención que sea, le vendió un buzón a un diplomático extranjero ingenuo, de buena fe y mejores intenciones. Pero, en honor a los hechos, corresponde transcribir la explicación textual que figura al cabo de la nota. Dice: "Un siglo y medio de relaciones argentino-alemanas implica historia destacada de la política, de la economía y de la cultura, pero también implica historias en las que tanto los individuos como el azar y la suerte fueron factores decisivos. Algunas de ellas están bien documentadas y otras menos, como el relato de este episodio del año 1933 que, si bien se conoce por tradición oral, no fue documentado por escrito ya que, por lo visto, nunca se comunicó a la prensa". En todo caso, no está mal este aporte gracioso al tema tan argentino de las caídas presidenciales. Héctor Ciapuscio (*) Especial para "Río Negro" (*) Doctor en Filosofía
Héctor Ciapuscio |
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