| Cuando le contaba de la reserva pingüinera de Punta Tombo, en la provincia de Chubut, apenas sobrevolé el aspecto del espécimen humano implicado en la relación, es decir, el turista. La turista. Yo. Mi única desilusión fue circular por un senderito marcado con piedras blancas, cuando hasta el año pasado se podía llegar hasta las miles de cuevas y bajar al mar en medio de los pingüinos. Lo cual me lleva directo a la cuestión del turismo. Por definición, cuando usted o yo nos convertimos en turistas, asumimos que vamos a un lugar que tiene sus reglas de juego; hay que adoptar otras pautas culturales. El habitante más numeroso de Punta Tombo es el pingüino, mas no es el único. Guanacos, armadillos, liebres, y varias especies de aves, integran esta reserva natural. Parecería que respetarlos es algo que haríamos normalmente de igual modo que si fuéramos a un país musulmán nos pondríamos en situación "turista" de inmediato. Bien: la conducta humana, cuando entra en el hábitat animal o vegetal, se parece más a la de Hernán Cortés: sonrisitas, comentarios, regalitos? y ojo avizor para ir estudiando al enemigo. ¿Y qué hacía nuestro turista hasta el año pasado? Lo de siempre, y algo más, y todo molestaba a los pingüinos: los flashes, el amontonamiento, el toqueteo, las piedritas que les tiraban angelicales infantes? ¿Y qué hacían los pingüinos ante tamaña intromisión en su vida cotidiana? Picaban, claro. La primera vez que un amigo me habló de Punta Tombo, me contó que había que tener cuidado porque "los bichos (sic) picaban". Vamos a ponernos del otro lado. Somos una pareja de pingüinos que viene a su cueva, construida años atrás, a procrear. Tal hecho necesita cierta tranquilidad, estará de acuerdo conmigo. Personalmente no me haría nada de gracia estar haciendo el amor mientras a mi alrededor titilan las cámaras, zumban celulares, se ríen y me tiran piedritas. Aseguraría que a mi pareja tampoco. Creo que nos pondríamos agresivos?y de agresión nuestra especie sabe más que nadie. Sigamos en el rol pingüinero. No es una comedia romántica. Hay que estar alertas a las otras especies que, al igual que la humana, saben que estamos ahí, y somos su alimento: orcas, petreles, armadillos? Sí, sí, de acuerdo, hace circular la adrenalina, pero vamos, ¡todo tiene un límite! La supervivencia, el ciclo de la naturaleza, es una cosa, y la intromisión humana, otra. Ha costado mucho ir adquiriendo estas normas de respeto a nuestros compañeros de ruta en el mundo, y mucho hemos avanzado. Lo que me asombra es que en cuanto los y las guardaparques desaparecían detrás de una lomada, alguien intentaba una picardía. Vivido así, tipo "juguemos en el bosque". Escuché los más diversos acentos del mundo, y debo decir, con cierta vergüenza, que a quienes vi dejando subrepticiamente el caminito y trepando hacia una cueva, tenían el inconfundible tono porteño, más una mirada cómplice al resto de la gente. No duró mucho: muchachos y chicas cuidadores pueden tardar unos segundos, no más. Aparecen de pronto y son amables pero firmes. No quisiera dármelas de ecologista superada. Es más, le diré sinceramente que tenía muchísimas ganas de acariciar esas extrañas plumas, que están cubiertas de un aceite que brilla al sol y a la vez son muy livianas, cosa que se nota cuando se sacuden o desperezan o bailan o lo que sea que hagan. Estoy planteando las cosas en clave de Y, de integración: la sola presencia humana ya es una intromisión, en esta reserva y en cualquier otra. Por otro lado, tenemos el derecho de conocer nuestro mundo. Sería bueno disfrutar del acontecimiento y dejar en lugar secundario su registro. Cuando esto pasa, cuando por unos minutos no estamos, sino que "somos" con ellos, algo mágico pasa. El ambiente nos captura, nos seduce, desde el grito conque el macho llama a la hembra, hasta el viento del mar, hasta que el día se hace invisible de puro resplandor. Esto, según he comprobado, no lo capta ninguna cámara. MARÍA EMILIA SALTO (bebasalto@hotmail.com) | |