Muchos norteamericanos tienen miedo. Desconcertados por un huracán, ya no meramente financiero sino también económico que está devastando sus ahorros y destruyendo empleos, temen que la prosperidad a la que se han acostumbrado se derrita para siempre, que la vida de las generaciones futuras sea más dura de lo que cualquiera preveía, que haya llegado a su fin su hora de supremacía mundial indiscutida y que los demás aprovechen la oportunidad para humillarlos. Es por eso que, conforme a todas las encuestas de opinión, el demócrata Barack Obama triunfará con comodidad en las elecciones del martes próximo.
Antes de que cobrara fuerza el vendaval que ha hecho desplomarse virtualmente todos los mercados financieros del planeta, era razonable suponer que el republicano John McCain sería el ganador porque el tema principal de la campaña seguiría siendo la trayectoria un tanto opaca de su rival y su relación con personajes que se afirmaban rabiosamente hostiles a buena parte de su propio país, pero desgraciadamente para el veterano las malas noticias económicas cambiaron por completo el panorama. Entre otras cosas, transformaron en los malos de la película, acusados de arruinar por su codicia insensata los sueños de centenares de millones de personas, a los "amos del universo" de Wall Street y a sus amigos del Partido Republicano.
Con habilidad, Obama y sus simpatizantes han tratado a McCain como si fuera un clon de George W. Bush y en consecuencia el gran responsable de todo cuanto ha sucedido. Puede que haya sido injusto porque McCain nunca se ha llevado bien con la gente de Wall Street y ha sido un crítico acerbo del presidente actual, pero en todas partes la política es así. Por lo demás, en el transcurso de la campaña McCain ha parecido cada vez más anciano y maniático, mientras que Obama ha logrado irradiar una impresión de tranquilidad cerebral: puesto que Estados Unidos se ha precipitado en una crisis confusa, es probable que tanta serenidad de su parte lo haya ayudado a convencer a muchos indecisos de que sería el hombre indicado para encontrar el rumbo menos peligroso.
Si Obama gana por nocaut como se espera, tendrá que comenzar a decirnos lo que quiere decir cuando habla de "cambio". Desde que arrancó la larga serie de primarias demócratas en las que libró una batalla malhumorada con Hillary Clinton, dicha palabra ha figurado en todos sus discursos y en las decenas de millones de pancartas agitadas por sus partidarios, pero hasta ahora nadie ha podido explicar con precisión su significado. Según el propio Obama, "nosotros somos el cambio", definición ésta que, como es natural, suele motivar el aplauso de los así elogiados pero que podría tomarse por una confesión de que en verdad no tiene la más mínima idea de lo que haría una vez alcanzado su objetivo. Incluso entre los demócratas puede detectarse cierta preocupación por la extrema vaguedad de un candidato cuyos discursos suenan bien cuando los pronuncian pero que, leídos, resultan ser extrañamente huecos.
El obamaísmo, como el peronismo tardío, es un sentimiento, uno que está compartido por millones de negros pobres, un sinnúmero de jóvenes blancos universitarios de clase media que, para desazón de Hillary Clinton y su marido el ex presidente Bill, a comienzos del año se encolumnó tras su bandera, sindicalistas seducidos por sus planteos proteccionistas y, es innecesario decirlo, una multitud creciente de políticos profesionales demócratas que, luego de los fiascos electorales protagonizados por Al Gore y John Kerry, por fin se encontraron con un candidato que tenía pasta de ganador. Si algo tienen en común quienes conforman este aglomerado heterogéneo, esto es que en cierto modo dependen del Estado por sus ingresos o esperan que un nuevo gobierno impulse leyes destinadas a beneficiarlos. Al acercarse el fin de la campaña, muchos empresarios están sumándose al movimiento por los motivos pragmáticos habituales. Lo mismo que en otras partes del mundo, en Estados Unidos les conviene que el presidente los crea "amigos".
Huelga decir que los intereses de los distintos grupos que integran la coalición que lidera Obama distan de ser compatibles. Aunque durante la campaña ha dado a entender que casi todos -el 95% de las familias norteamericanas"- verán reducidos drásticamente sus impuestos, dejando al cinco por ciento restante el privilegio de financiar sus programas ambiciosos y con toda seguridad demasiado costosos para los tiempos duros que corren, la realidad que le aguarda no le permitirá ser tan munificente como muchos parecen creer. Por el contrario, si se agrava la recesión que ya ha empezado a corroer los ingresos de los norteamericanos, en especial de los ricos que en las semanas últimas han visto esfumarse cantidades fabulosas de dólares, el próximo presidente no tendrá más opción que la de resignarse a administrar la austeridad. Hasta cierto punto, podría "redistribuir la riqueza" como ha prometido reiteradamente Obama, pero pronto chocaría contra los límites fijados por una situación fiscal aterradora. Mal que les pese a los demócratas, tanto ellos como los republicanos dieron por descontado durante demasiado tiempo que por ser Estados Unidos el dueño de la moneda de referencia planetaria sus compatriotas podrían vivir indefinidamente por encima de sus medios colectivos. Es posible que logren continuar haciéndolo por un rato más, pero también lo es que en adelante tengan que dedicarse a pagar los costos de la gran fiesta que acaba de terminar.
Por su origen, Obama es tan diferente de todos los aspirantes presidenciales norteamericanos con posibilidades de ganar desde los días de George Washington que tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo hay muchos que suponen que, siempre y cuando triunfe, el cambio resultante será inmediato y universal. Parecería que en África, los países musulmanes y Europa una franja de entusiastas lo toman por una especie de Mesías, por un salvador y sanador que enderezará los entuertos a su juicio provocados por otros norteamericanos a través de los dos siglos últimos y de tal modo inaugurará una época de amor fraternal.
Claro, se trata de una ilusión -ningún presidente, por inteligente, carismático y bienintencionado que fuera, podría curar más de una fracción minúscula de los males que afligen al género humano- de suerte que no sorprendería que los decepcionados por la incapacidad de Obama para darles lo que esperaban de él reaccionaran con despecho en cuanto se hayan dado cuenta de que, por lo menos en su caso particular, no habrá un cambio positivo.
JAMES NEILSON