| No son, como erróneamente nos han trasmitido, sombrerudos, de narices deformes y ojos saltones. Tampoco aparecen y desaparecen como por arte de magia. Son mágicos, de acuerdo. Todo en Punta Tombo, provincia de Chubut, es mágico, en una forma real, si es que me entiende. No me entiende. Claro, voy a empezar explicando como se debe: la reserva natural de Punta Tombo alberga millones de pingüinos y también alberga, complementando la atracción principal, majestuosos guanacos que se recortan sobre el horizonte azul. Y muchas otras especies; pero déjeme contarle de los duendecitos. Hacía rato que, abandonando el impecable asfalto, nos habíamos adentrado por un camino de tierra y piedra, y lo más notable eran los carteles, los cuales contaré en castellano, puesto que se reiteraban en varios idiomas, y, por si hubiera turismo analfabeto, estaban los dibujitos, todos rojos. No fumar. Prohibido celular. Hable en tono bajo (la inferencia es: no se te ocurra cumbia villera o lo que sea con el aparato que sea). Circule por las sendas. Y cuándo voy a ver los pingüinos, decía yo, puesto que estábamos supuestamente paralelos al mar pero sin verlo. Falta poco, me decía Pancho, mirá los guanacos. Dónde. Allá. Allá arriba, sobre una de esas lomadas, un par de maravillosos ejemplares color chocolate claro se deslizaban. No tengo otra palabra. Un andar sinuoso, displicente, que me recordó a las gacelas o los camellos .Aún estaba admirándolos cuando el paisaje cambió. Por alguna razón climática, la dura estepa que bordea nuestro mar patagónico empezó a verdear, no ese verde seco al que estamos acostumbrados, sino uno casi manzana, una suerte de pastito, sobre el cual se erguían esas matas sí, tan nuestras, más austeras, casi hostiles. Y debajo de las matas?¡ahí hay uno!!!!, gritó Santiago, once años boquenses. Todo pasó de golpe. Un ser negro y blanco nos observaba desde sus treinta centímetros, cuidando la entrada de una redondeada cuevita. Y otro. Y otros. Y el mar. Déjeme hacer un pequeño paréntesis: de mi cultura estilo National Geographic tenía un imaginario así: miles de pingüinos apiñados sobre unas rocas desnudas, entrando y saliendo del mar. Error. Esa debe ser otra colonia. En ésta, toda la costa sube suavemente y se va llenando de verde, que cubren pequeñas colinas, suaves ondulaciones, y allí al pie de cada arbusto, estos duendecitos construyen su cueva. La ocupan en pareja, puesto que, me olvidé de contarle, es la época del apareamiento, y año tras año vuelven a la misma. Vi uno -o una -adentro y su pareja afuera. Vi otras con la pareja adentro, haciendo lo que vinieron a hacer. Vi grupos numerosos parloteando entre ellos un graznido indefinible, todos mirando al sol (yo haría lo mismo, después de miles de quilómetros de agua helada). Un grupo iba al mar, otro volvía; uno cruzó el senderito por el que íbamos con absoluta indiferencia, si bien quiero dejar claro que tienen mucha conciencia de su importancia: usted se acerca para sacarse una foto y ahí se quedan, quietecitos. Oh, sí, todo es mágico. El mar perezoso y rielante, la punta Tombo - un enclave rocoso adentrado audazmente en el agua, de un delicioso rojo-naranja -. Y los guanacos, circulando en las alturas con ese paso sinuoso, tan opuesto a esa marcha tiernamente ridícula de los duendecitos. Y las liebres, y las maras, y las gaviotas?Y el silencio. De los humanos le contaré otro día. Ahora quedémonos con este país encantado, y le diré una cosa: tendríamos que tener un lugar así. U otro. Quizás esté a unas cuadras de nuestra casa. Un lugar donde tiempo y espacio hagan una tregua, un reducto de paz y placer. Y que en medio del fragor del tránsito, de esa discusión horrible, sepamos que está, indiferente a nuestra locura diaria, y al cual le damos sentido nosotros? por eso podemos decir que nos espera. Por mi parte, volveré en noviembre. Ahí se pasearán con los polluelos, quiero decir, con los duendecitos nuevos. Que son absolutamente blancos. También están llegando las orcas?vienen en su busca, y no para sacar fotos. Ahí se termina la metáfora y el duro arte de sobrevivir muestra que es, en realidad, su verdadera cara. | |