El nuevo sofocón padecido por los concejales con el caso Jalil demuestra que muchos de ellos conciben la política como un territorio en el que bien se puede transitar sin mayor apego posturas claras y actitudes consecuentes. En lugar de esas antigüedades prefieren la medianía y el cuidado por las formas, aun cuando esa pretensión termine en el peor estropicio. Y lo peor es que les ocurrió más de una vez en pocos meses.
Despabilados una vez más por una publicación, los ediles cayeron en la cuenta de que Antonio Jalil (uno de los ternados para pugnar por la Defensoría del Pueblo), no sólo militó por años en el peronismo ortodoxo sino que también había sido un entusiasta referente local del ex dictador Emilio Eduardo Massera.
En abril pasado tuvieron un sofocón parecido cuando otra investigación de un diario porteño reveló que el entonces secretario de Prensa del Concejo, Rodolfo Florido, es jubilado policial y tenía un ominoso pasado como servicio de inteligencia de la dictadura. En relación inquietante con esos hechos, corría marzo cuando el gobierno municipal montó una muestra de homenaje a un pintor nazi mientras la ciudad y el país rememoraban el golpe del 76. Sobre ese episodio nunca hubo una autocrítica expresa. El intendente por entonces era Darío Barriga, actual presidente del Concejo y responsable principal de la designación de Florido.
Uno tras otro, estos casos provocan en el Concejo sudores helados y una evidente dificultad para avanzar con determinación en la defensa de la democracia y los derechos humanos.
En el episodio del aspirante a la Defensoría del Pueblo, el Concejo conocía las versiones firmes que remitían a sus simpatías masseristas, pero prefirió no darles crédito. Cuando salió a la luz un extenso reportaje de 1982 en el cual Jalil se presentaba como secretario general en Río Negro del Partido por la Democracia Social (el artefacto credo por Massera para incursionar en política), los concejales acordaron por fin mostrarse decididos.
Lo bajaron entonces de la puja por la Defensoría y declararon en un comunicado su "estupor y repudio por el engaño sufrido" y por el "ocultamiento de la verdad" por parte del candidato. Consideraron incluso que no reunía "antecedentes, méritos, calidades morales y ciudadanas" para postular al cargo.
Curiosamente expeditivos en este caso, los ediles adeudan todavía un pronunciamiento equivalente en el caso Florido, quien en materia de documentos públicos todavía es dueño de la última palabra, desde que en su carta de renuncia agradeció "a los señores concejales" que no se hicieran eco de las acusaciones en su contra. Tantos meandros tornan cada vez más difícil una salida decorosa. Más aún cuando el caso Florido está lejos de quedar cerrado. La fiscalía penal le abrió una causa por supuesta falsedad ideológica y defraudación al Estado.
Las inconsistencias del Deliberante también desembocaron en un penoso manoseo del método de designación del Defensor del Pueblo. Está visto que presentar un pasado intachable no es tan fácil como parece, o al menos que el grado de tolerancia social (y oficial) con ciertos pergaminos es peligrosamente débil.
En cualquier sociedad más acostumbrada a llamar las cosas por su nombre, que Jalil y Florido hubieran postulado a cargos públicos (y logrado el nombramiento, en el segundo caso) hubieran recibido descalificaciones más severas y terminantes.
Para anticiparse a nuevas sorpresas, los concejales deberían afinar sin demora los criterios de selección para la Defensoría. Existe cierto clamor por impulsar la elección con voto directo, lo cual demandaría una enmienda de la Carta Orgánica y aun así no garantizaría un comicio descontaminado de triquiñuelas políticas, presiones y despliegue de aparatos. Los ediles podrían en cambio mirar el sistema de selección de jueces de la Corte, que también adoptó Neuquén para su TSJ. Además de presentar méritos y antecedentes, los aspirantes deben atravesar una entrevista pública y una instancia de impugnación abierta a la comunidad, donde probablemente los "jaliles" quedarían en evidencia.