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Supo decir Carlos Marx que "la violencia es la partera de la historia". En esa observación sintetizó en su tiempo lo que estaba a la vista de cualquiera, esto es, que la historia de la humanidad se nutre de la violencia.En América, de norte a sur, los pueblos originarios fueron devastados por los invasores, portadores de una civilización superior y, por lo tanto, de mejor armamento. En ocasiones, pueblos indígenas se sumaron a los invasores. Hernán Cortés no podía acabar con el imperio esclavista azteca con sólo 300 hombres. Fueron decisivos para el triunfo sus aliados tlascaltecas, el pueblo de la princesa Malintzin (o Malinche) compañera de Cortés.En el Río de la Plata el primer "invasor", Pedro de Mendoza, fue el primer fundador de Buenos Aires, en febrero de 1536. En diciembre de ese año el pueblo fue arrasado por unos tres mil indios querandíes, que mataron a la mayoría de sus pobladores. Pedro de Mendoza logró escapar y se embarcó de regreso a España, pero murió en la travesía. Con la refundación de la ciudad por Juan de Garay y el establecimiento del Virreinato convivieron españoles, criollos, negros, indios y mestizos. Pero son sólo los blancos, la "gente decente", quienes participaron en la vida política de la Gran Aldea.Tres siglos después, ya instalado el capitalismo en el campo con la primitiva industria del saladero, el estanciero más poderoso, Juan Manuel de Rosas, emprendió la primera "conquista del desierto" con el fin de empujar a los indios hacia el oeste y contener los malones y el robo de ganado. Antes, usó el apoyo de algunos caciques para enfrentar al unitario Juan Lavalle.La ofensiva de Rosas contra los indios, iniciada en febrero de 1833, concluyó a fines de ese año, llevando la frontera hasta una línea que iba de Bahía Blanca a Patagones. Pero el general Ángel Pacheco -recordado por una calle en Neuquén- llegó hasta Bahía Blanca arrasando tolderías. Según la Gaceta de Buenos Aires, el saldo fue de 3.200 indios muertos, dos mil prisioneros y mil cautivos rescatados.En el período 1874-1880, con Nicolás Avellaneda en la presidencia, Adolfo Alsina, ministro de Guerra, ideó un plan de avance paulatino hacia el sur. Su política era la de "ir contra el desierto para poblarlo, y no contra los indios para destruirlos". El plan fracasó por una desacertada planificación y porque, debido a que algunos jefes militares incumplieron un acuerdo de paz firmado con Manuel Namuncurá, éste lanzó una ofensiva con 3.500 indios que robaron, mataron e incendiaron en poblaciones del centro de la provincia de Buenos Aires.Antes de su muerte, en 1877, Alsina hizo construir una zanja de 400 kilómetros, paralela a la frontera, con el propósito de contener a los malones. Logró dificultarlos, pero las incursiones continuaron. A su muerte, lo reemplazó Roca.Ya era la época de los frigoríficos. La demanda de carne argentina crecía en Europa, lo que tornaba necesario ganar más territorio y, para consolidar la soberanía del Estado argentino en esta Patagonia, llevar la frontera hasta la cordillera de los Andes.Además, las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda (1862-1880) habían emprendido una política de fomento a la inmigración extranjera que diera al país el progreso que frenaban los pueblos originarios o "bárbaros".Roca inició su ofensiva con cinco divisiones en abril de 1879, en lo que llamó "una cruzada inspirada en el más puro patriotrismo, contra la barbarie". En dos meses la resistencia indígena, débil y dividida, fue derrotada por fuerzas superiores en estrategia, disciplina y equipamiento. La persecución, hasta 1884, quedó en manos de los jefes Conrado Villegas (una sala de cultura lleva su nombre en Neuquén), Rufino Ortega (calle del barrio San Lorenzo), Manuel Ruibal (nombre de otra calle neuquina), Liborio Bernal, Enrique Godoy, (ciudad rionegrina), Nicolás Palacios. En 1884, desatado el ataque final ordenado por el gobernador de la Patagonia, general Lorenzo Vintter, todo terminó. Ya entonces habían comenzado a llegar nuestros abuelos, italianos y españoles pobres, en busca del pan y el trabajo que la Europa les negaba.Durante su primer gobierno, mientras sus ejércitos avanzaban hacia los Andes acabando con la barbarie que ya había denunciado Sarmiento, Roca civilizaba al Estado recortando los poderes de la Iglesia. Así, en 1884, el Congreso aprobaba la ley 1.420 de Educación Obligatoria, Gratuita y Laica. Las universidades fueron autónomas por la ley Avellaneda, de 1885. Y en esos mismos años, mientras ingresaban al país unos 500.000 inmigrantes, se sancionó la de matrimonio civil y se crearon el Registro Civil y el Consejo Nacional de Educación. La oposición del Vaticano determinó la expulsión del nuncio apostólico, monseñor Matera, y la ruptura de relaciones con la Santa Sede. Esa política, como la del combate a los pueblos indígenas y a los caudillos federales que sobrevivían en el interior, no fue sólo de Roca, sino de una generación. No alcanza, por lo tanto, con cambiar el retrato de un billete. Sería preciso hacer de la Argentina lo que no es.En el segundo mandato de Roca (1898-1904) también hay políticas para cuestionar, tal cual lo hizo Alfredo Palacios. Los inmigrantes, entre quienes había anarquistas y socialistas que luchaban por mejores condiciones de vida y trabajo, fueron el blanco de la ley 4.144, llamada "de residencia", que autorizaba la expulsión de extranjeros que perturbaran el orden público. Es que Roca, estadista pero militar al fin, era un hombre de orden.También lo fue Sarmiento, de quien se recuerda que, en una carta a un coronel del Ejército de línea que guerreaba contra los caudillos federales, le decía que "no ahorre sangre de gauchos". El autor de "Civilización y barbarie" era capaz, en un cierto sentido, de ser él también un "bárbaro". Una corriente de opinión exige que la efigie de Roca, que ilustra nuestro billete de cien pesos, sea cambiada por la de la heroína del Alto Perú, Juana Azurduy. Sarmiento, en el billete de cincuenta, todavía está a salvo, igual que Bartolomé Mitre, devaluado en el de dos. San Martín y Belgrano lucen en los billetes de cinco y diez y, por su condición de próceres sin mácula, son intocables. Y aunque fue un pionero -no tanto por visión de estadista como por ganadero- del avance hacia el oeste, Juan Manuel de Rosas está en el billete de veinte, gracias a la reivindicación de su figura por el nacionalismo criollo. Jorge Gadano jagadano@yahoo.com.ar
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