Los políticos saben muy bien que una buena manera de eludir un problema espinoso consiste en formar un comité para estudiarlo, postergando así la necesidad de tomar en seguida decisiones que más tarde acaso tengan ocasión de lamentar. Lo mismo puede decirse de aquellos mandatarios que ante una crisis internacional confusa convocan a una "cumbre". Luego de reunirse en Camp David, los presidentes de Estados Unidos, George W. Bush, de Francia, Nicolas Sarkozy, y de la Comisión Europea, José Durao Barroso, acordaron celebrar una en Nueva York con el propósito, según el galo ambicioso, de "crear el capitalismo del siglo XXI", nada menos. La empresa así calificada no carece de riesgos. Para empezar, la mayoría de los políticos no parece entender muy bien la razón por la que los mercados financieros del mundo se han contagiado de "deudas tóxicas" originadas en el sector inmobiliario norteamericano y, aunque todos dicen deplorar la "codicia" de los banqueros que a su juicio provocó el colapso resultante, no se trata de un análisis muy convincente. Después de todo, no hay motivos para suponer que los banqueros actuales sean más codiciosos, o menos, que sus antecesores. Tampoco los hay para creer que un sistema financiero internacional regulado con mayor severidad sirva para impedir que se generen más burbujas en el futuro, puesto que fenómenos similares se han producido con cierta frecuencia desde hace varios siglos en sociedades en que los fracasos se pagaban muy pero muy caro. Por lo demás, es lógico que la crisis más reciente haya afectado en seguida a todos los mercados del mundo: en los años últimos la globalización ha avanzado a un ritmo vertiginoso y también lo han hecho las comunicaciones.
Sarkozy quiere que participen de la cumbre, que -espera- dará al mundo una arquitectura financiera radicalmente distinta de la actual y -se supone- parecida a la preferida por los franceses, no sólo los países del G7 más Rusia sino también China, India, Sudáfrica, México, Brasil y "un país árabe". Además de provocar la ira de los excluidos, sería probable que un encuentro de la naturaleza prevista diera a los asistentes una oportunidad inmejorable para intentar promover sus propios intereses que, por cierto, no se limitan al deseo de ver atenuados cuanto antes los problemas financieros que amenazan con dar pie a una recesión prolongada. Asimismo, la voluntad del grueso de los eventuales asistentes de atribuir la crisis a los errores presuntamente cometidos por los norteamericanos -pasando por alto el hecho de que entre las instituciones financieras más inventivas hayan estado ciertos bancos alemanes- y que de todos modos la falta de supervisión de dos entidades en el epicentro del sismo, las gigantes semiestatales norteamericanas Fannie Mae y Freddie Mac, se haya debido a la resistencia de políticos decididos a ayudar a los pobres por motivos humanitarios o electoralistas, hace prever que muchos tratarán la cumbre como una plataforma desde la que podrán sermonear a los demás.
En los países económicamente avanzados, los gobiernos ya se han movilizado al unísono para intensificar su control sobre las instituciones financieras al comprar paquetes colosales de acciones, pero lo que quieren Sarkozy y, con menos entusiasmo, Bush es una reforma que sea equiparable con los acuerdos de Bretton Woods que en 1944 dieron lugar al esquema financiero que regiría durante los sesenta años siguientes. Puesto que hay tantos intereses incompatibles en juego, se plantea el peligro de que quienes participen de la cumbre se sientan obligados a adoptar cambios drásticos que frenen el crecimiento de muchos países emergentes que, si bien sus líderes no lo dicen, estuvieron entre los más beneficiados por el sistema que ahora están criticando con tanta furia. Eliminar los excesos posibilitados por la "estructurización" de deudas que resultaron incobrables y el "apalancamiento" que permitió a los bancos de inversión estadounidenses y muchos bancos comerciales de la zona del euro manejar cantidades astronómicas de dinero que no tenían es una cosa, pero otra muy distinta sería insistir en crear un sistema tan rígido, y tan reacio a asumir riesgo alguno, que lejos de impulsar el desarrollo de los países pobres sólo sirviera para consolidar el statu quo.