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Cartón y cantonera | ||
Esta provincia descansa sobre un polvorín de promesas incumplidas y expectativas frustradas, y en cualquier momento la calma aparente se convierte en tempestad. Es lo que pasó esta semana en la toma del barrio Confluencia, donde estalló la violencia contenida y el gobierno tuvo que salir a poner paños fríos para evitar un mal mayor. El MPN llegó a este gobierno como una sombra de lo que fue. El resultado de casi una década de gobierno sobischista colmó la capacidad de resistencia de la gente ante los desplantes autoritarios, la corrupción desembozada y el estilo pendenciero -cuando no el simple cruzarse de brazos y dejar que arda Troya- para la solución de los problemas. Casi nadie quería más de lo mismo y si el partido provincial pudo llegar al gobierno es porque Sapag ensayó el estilo opuesto al de su antiguo socio. También, porque la alternativa encarnada por Quiroga era vista por una porción considerable de la sociedad como contaminada de sobischismo. El MPN llegó con lo justo, con poca capacidad de maniobra y las finanzas exangües como un campo fértil después de la langosta y también con una montaña de facturas sin pagar. Una de ellas, qué duda cabe, es la de la grave crisis de la vivienda. Como acaba de reconocer el funcionario a cargo del área, hace 20 años que el Estado no construye planes de viviendas. Esta provincia, qué paradoja, tiene dos organismos encargados del problema, el Instituto Provincial de la Vivienda y la Agencia de Desarrollo Urbano Sustentable, pero ninguno de los dos cumple su cometido de evitar que decenas de miles de personas vivan a la intemperie. Con la promesa de "terminar con el negocio de las casitas" Sobisch abandonó la construcción de planes, pero el resultado fue una enorme especulación inmobiliaria y la aparición de ejércitos de desamparados, que en su desesperación por no poder pagar los alquileres pugnan por ocupar un terreno para hacerse de un techo. En buena parte de los casos, alentados desde aparatos políticos que persiguen otros intereses. Como si se tratara de una epidemia, en los últimos años las tomas se multiplicaron hasta superar el centenar sólo en esta capital, y aunque muchas fueron luego regularizadas subsiste más de la mitad en condiciones de gran precariedad. Sin poder acceder a ninguno de los servicios esenciales, en casillas de chapa, cartón y cantonera, la gente se sofoca en verano y los chicos se le mueren en los incontables incendios que se suceden en invierno. El cuadro no podría ser más dramático, injusto ni conflictivo desde el punto de vista social. Pero ni las autoridades políticas ni la Justicia se hacen cargo de proveer las soluciones. Se han convertido en expertos en mirar para otro lado y patear la pelota afuera. La cuestión es pagar el menor costo posible por esta papa caliente, que nadie sabe de qué lado del paladar acomodar. En el barrio Confluencia, donde se produjo el episodio violento de la semana, un 62% de las familias carece de casa propia y el 50% no puede pagar el alquiler, en su mayoría se trata de gente joven, con uno o dos hijos, nacidos en el barrio. La toma cuyo intento de desalojo fracasó esta semana, lleva dos meses y en ese lapso ni la municipalidad, que es la dueña de los terrenos, ni la provincia, que es la responsable formal del problema de la vivienda, ni la Justicia, que se lavó las manos con el argumento de que mientras la toma no se "consolidara" no había delito, fueron capaces de aportar una solución. Tuvo que sobrevenir una tempestad como la que ocurrió, con decenas de ocupantes y policías heridos, y la sociedad en vilo ante la posibilidad de que ocurriera una tragedia, para que las autoridades comenzaran a buscar una alternativa. Para muchos lo sucedido no resulta cómodo. En primer lugar porque los terrenos usurpados, a diferencia de lo que es uso y costumbre en materia de tomas, no son un páramo abandonado en la barda del oeste de la ciudad sino una fracción ubicada en una zona arbolada, dotada de la mayoría de los servicios y con alto valor inmobiliario. También porque la tenaz resistencia de los jóvenes ocupantes que desafiaron durante horas a la policía conlleva una dura constatación: la extrema marginación en que viven algunos sectores privados de lo más elemental los lleva a profesar un amplio desprecio por las normas, a las que perciben como ajenas y adversas, y los hace proceder como si no tuvieran nada que perder. Es duro de aceptar, pero un sistema político que practica el uso y el abandono de la gente, termina pagando las consecuencias. No casualmente el tema dividió rápidamente las aguas a derecha e izquierda, tanto en el gabinete de Sapag como en el de Farizano y cada uno de los tres protagonistas trató de descargar su responsabilidad sobre el otro. Pero en realidad ninguno de los extremos parece acertar en la solución de este grave problema. Como comprendió rápidamente Sapag al mandar a desactivar el enfrentamiento, muchos de los que batían el parche reclamando mano dura, rápidamente lo habrían tachado de autoritario y asesino si el desalojo violento se hubiera cobrado una vida. Tan cierto como que muchos de los que agitan soluciones de gran sensibilidad social se suelen revelar impotentes cuando les toca ejecutarlas. En realidad en este delicado asunto, como en la solución de otros tantos problemas, existe un amplio corredor entre ambas posturas que es el de la observación estricta de las normas, en especial el cumplimiento de pautas constitucionales como la que prescribe el acceso a una vivienda digna. Es preciso que el gobierno provincial asuma esta responsabilidad, y dedique una parte de los recursos extraordinarios que percibirá por la venta adelantada de la riqueza petrolera a la solución de este grave problema, que amenaza convertir la convivencia en una lucha de todos contra todos. Pero esta salida debe ser encaminada a través de mecanismos transparentes, alejados de aspectos perversos como el negocio de la vivienda o el uso de la gente por los aparatos políticos. Así como el problema de la desocupación no se arregla con subsidios sino con trabajo, el problema de la vivienda no se soluciona regalando casas, que terminan costando muy caras para todos, sino respaldando a la gente desde el Estado para que las construya con su propio esfuerzo.
HECTOR MAURIÑO | ||
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