Primer vaso de vino
Mi madre y yo vivíamos separados de mi padre en casa de unos tíos. Ocupábamos un pequeño cuarto sin ventanas apenas más grande que un ropero. Yo andaba por los 9. Algunos fines de semana al mediodía coincidíamos todos a la mesa: mis dos tíos, mi prima, mi madre y yo. Compartíamos una sopa de arvejas, pastel de carne, agua y vino. Rara vez probábamos gaseosa, que estaba muy por fuera del alcance de nuestros bolsillos. Excepcionalmente mi madre me permitía tomar un brebaje extraño: en un vaso colocaba una medida de vino (dos dedos), que mezclaba hasta arriba con agua fría y a la que le agregaba tres cucharadas de azúcar. No sé por qué se me estaba permitida esta travesura.
Estoy seguro de no haberme mareado. Un día pensé: "Soy muy joven para iniciarme en la bebida". Abandoné el vino blanco con agua por agua simple y pura. Sin secretos. Sin conjuros. Sin diversión. En medio de aquella pobreza apenas disfrazada de dignidad juré convertirme en millonario. En sibarita. En chef internacional. En escritor de guías gastronómicas. En un padre cuya familia bebería jugos de naranja y cada miembro tendría su barra de chocolate suizo. Dos años después nos mudamos a una casa. En mi cuarto, mi madre mandó construir una biblioteca: entre las páginas de los libros comenzaron mis primeros banquetes.
Primeras cervezas frías
Con 18 años ya era hora de beber. Volvía del centro de Buenos Aires a la provincia después de estudiar y sobre todo vagabundear largamente por librerías, teatros, exposiciones y la inagotable rutina de los barrios. En el almacén de unos italianos que hablaban español, con un acento de recién llegados de Europa, compraba un par de cervezas Quilmes de 350 cc. No había latas entonces. Las botellas imprimían una sensación polar en la yema de los dedos. Destapaba una y a la otra la metía en una heladera blanca y destartalada que combatía apenas el asfixiante verano porteño.
Sentía cómo el líquido a punto del congelamiento atravesaba mi garganta. Resucitaba mi estómago vacío y desordenaba mi cabeza. No tenía costumbre y mi mente divagaba. He aquí un borracho perdido, me decía a mí mismo. No sabía que para serlo aún me faltaban varias botellas más y unas cuantas noches en vela.
El vino de los adultos
Aprendí a beber vino tinto, bueno y relativamente barato, asesorado por un amigo del diario en el que trabajaba: Claudio Uriarte. Algunos sábados nos encontrábamos para almorzar en unos exquisitos bodegones de Congreso. Comíamos estofado de caracoles acompañado de vino tinto de la casa. Conversábamos en completo desorden y sin premeditación de literatura, viajes, música y cine. Claudio sabía tanto y yo tan poco. Nuestra sociedad resultó injusta puesto que yo, al final, saqué el mejor provecho de los dos. Luego íbamos a un supermercado y buscábamos un par de botellas más, joyas ocultas en los barrios bajos de la góndola que merecían ser sacadas del anonimato. Borracho y alegre volvía a casa en colectivo. Ahora sí, era el estudiante avanzado de una materia fantástica.
El final
Ayer por la mañana la imagen vino nítida a mi mente: sentado en el pasto, esperando el cordero al palo que cuida y cocina un amigo. La tapa de las ollas a los saltos y adentro las papas, grandes y blancas como el puño de un Cíclope. Teoría y práctica del sur. Ética de los acontecimientos culinarios en medio de la nada. El vaso de vino en mi mano. El silencio apenas roto por el quejido del viento o por una pregunta necesaria: ¿más vino? Y así el día, deslizándose hacia la tarde y la noche. El sabor preanunciado. La profecía autocumplida. La carne se deshace tiernamente en la boca. Atraviesa el más allá. Lo sigue el trago de vino espeso. Perfecto en su voluminoso erotismo. Pleno como un cielo abierto. Una pócima que te permite emprender el vuelo. Te lleva. ¿Hacia dónde? Vos lo sabrás, hermano.
Claudio Andrade
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