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Hace una semana se atribuía la caída en cascada de todos los mercados financieros del planeta al temor a que se hundiera una serie de bancos enormes con el dinero de medio mundo adentro. Para impedir tamaña catástrofe, los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea los nacionalizaron en parte, asegurando así a sus clientes de que los recursos de los que dispondrían los bancos serían virtualmente infinitos. Por un día, pareció que el remedio serviría para curar a un paciente que se había encontrado al borde de la muerte, pero entonces los mercados se desplomaron nuevamente, por miedo -nos informaron los entendidos- a una brutal recesión mundial. ¿Y por qué sería inevitable una recesión muy dolorosa cuando el sistema bancario acaba de recibir una cantidad astronómica de dólares, euros, libras, yenes y otras monedas y los gobiernos los obligarán a prestarlos? Acaso porque quienes operan en los mercados sospechen que ya hemos ingresado en un período de intervencionismo gubernamental ubicuo y que los resultados económicos de los cambios que nos aguardan serán nefastos. Con la excepción de los pocos que creen que sería mejor que los mercados siguieran arreglando las cosas a su propia manera, masacrando a las muchas entidades débiles, porque a la larga la terapia propuesta por los políticos resultaría ser peor que la enfermedad, los banqueros, financistas, economistas y funcionarios que se sentían asustados por el desastre que, con rapidez inverosímil, provocaba estragos en todas partes coincidieron en que no hubo más alternativa a la de poner en marcha el plan ideado por el primer ministro británico George Brown y sus asesores. A pesar de su oposición inicial, terminaron adoptándolo los jefes de la zona del euro y el gobierno de Estados Unidos. Pero aunque creen que dadas las circunstancias una dosis supuestamente pasajera de socialismo es lo que el mundo necesita, también saben que resulta probable que el esquema que finalmente emerja del caos sea decididamente menos dinámico que el que antes del estallido posibilitaba muchos años de crecimiento vigoroso. Hoy en día, la mayoría quiere a un tiempo estabilidad económica y cambios positivos, seguridad y la esperanza de que el futuro sea cada vez mejor, y los gobiernos se sienten constreñidos a garantizarlos. Por desgracia, combinarlos no es del todo fácil. Si se eliminan los riesgos, el resultado será el estancamiento, pero cuando los riesgos son excesivos siempre habrá peligro de que un buen día todo se venga abajo. Hasta mediados del año corriente, pocos se preocupaban mucho por los riesgos por suponerlos menores, pero a causa del derretimiento financiero que el mundo está experimentando, nos espera un período de cautela extrema por parte de los empresarios y de confianza renovada por la de los convencidos de que el estatismo constituye una panacea. Así las cosas, no es demasiado sorprendente que los mercados hayan bajado nuevamente luego de las horas de euforia y alivio que siguieron a la presentación de un conjunto de planes de rescate espectaculares. Después de todo, los inversores presienten que los próximos años se asemejarán más a los sesenta del siglo pasado en Europa -o, con suerte, a los noventa en el Japón- que a los del boom internacional de los primeros años del siglo actual. Otro factor que con toda seguridad ha incidido en la conducta alarmante de los mercados es la probabilidad de que Barack Obama sea el próximo presidente de Estados Unidos y que sus correligionarios demócratas dominen el Congreso. En todas partes es normal que los mercados salten con júbilo cuando prevén un triunfo electoral "liberal" y se entristezcan si creen que ha llegado la hora de la izquierda. Pues bien: en opinión de conservadores influyentes cuya prédica merece la aprobación del grueso de los financistas y otros vinculados con el mundillo bursátil, Obama podría resultar ser el presidente norteamericano más izquierdista de la historia. Por lo demás, tanto él como sus amigos demócratas han aprovechado la oportunidad brindada por el colapso financiero para proponer una expansión fenomenal del gasto público de Estados Unidos, acompañada por una reducción fuerte de los ingresos impositivos. Es lógico, pues, que los mercados hayan reaccionado mal frente al panorama que ven por delante. Es irónico, pues, que el candidato más beneficiado por la incapacidad patente de los políticos de tranquilizar a los mercados haya sido precisamente Obama. Los operadores bursátiles que dan a entender que a su juicio hay que prepararse para una etapa tal vez prolongada de menor actividad económica bajo un gobierno cuyas intervenciones no se limitarán a disciplinar a los banqueros, están ayudando a quien más temen y perjudicando enormemente a su rival, John McCain, el que antes del terremoto pareció destinado a suceder a George W. Bush en la Casa Blanca. Otro motivo de preocupación para los mercados es la convicción al parecer generalizada de que los norteamericanos tendrán que conformarse con un estilo de vida más austero, más ahorrativo y, por supuesto, menos consumista. Desde el punto de vista de casi todos los moralistas conservadores, el cambio previsto será espléndido, pero sucede que hoy en día el consumo es el motor principal del crecimiento económico en aquellos países que han dejado atrás la pobreza ancestral. Por lo tanto, si el eventual presidente Obama aumenta muchísimo el gasto público y la ciudadanía opta por guiarse por los valores frugales que están poniéndose de moda, la economía que aporta aproximadamente la cuarta parte del producto planetario correrá peligro de caer en una recesión que se prolongue año tras año. En el resto del mundo las perspectivas no son más agradables. Es probable que los europeos, persuadidos como están de que el lío actual se debe a la falta de reglas financieras severas y que sólo los gobiernos tienen el poder necesario para asegurar cierto grado de justicia social, vuelvan a las prácticas tradicionales que, antes de estallar la tormenta, abandonaban en un esfuerzo por hacer más dinámicas sus respectivas economías. Y los asiáticos, que ya son mucho más ahorrativos que los occidentales, podrían tomar la debacle protagonizada por los norteamericanos y europeos por evidencia de que la frugalidad es una virtud insuperable, de suerte que sería inútil pedirles asumir el papel de consumidores de última instancia y por lo tanto fogoneros de la locomotora que arrastra la economía mundial en el largo viaje que, se espera, la llevará un día en el futuro aún remoto a la prosperidad universal. James Neilson
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