En medio de las convulsiones de la crisis financiera global nos asedia un inmenso cúmulo de información, un gran número de datos referidos a distintos indicadores de la debacle, muchas cifras o cantidades cuya dimensión supera la comprensión racional.
La abundancia informativa que abruma a diario con la pretendida intención de ilustrar al público con tantos datos difundidos por los medios, en vez de lograr su objetivo desorienta más aún al lector, oyente o televidente: lo desinforma. Parece que al abundar y reiterar los mensajes, la comunicación masiva logra oscurecer el entendimiento sin proponérselo a veces y otras sí. Esto se complica más aún cuando se hace uso de los términos de la jerga de las finanzas, donde conviven el riesgo país, el spread, los holdouts, los créditos subprime, el credit crounch y otros por el estilo. Pero no es la confusión mediática lo más notable -que es importante, por supuesto-. Lo que va asomando y se torna patético es una carencia: la falta de sentido, la falta de rumbo hacia donde ha de apuntarse para contribuir a lograr una buena sociedad.
En el tema financiero, cierto personaje ha ganado una popularidad impensada desde hace años: el bonista. Con este nombre parecería que se tratara de una profesión, de un oficio. Algunos han adquirido esa condición en forma voluntaria como ahorristas o inversores; otros, en cambio, en forma compulsiva: sin proponérselo, obligados por las circunstancias, trataron de cobrar lo suyo y recibieron bonos. Intentaremos trazar un panorama de los bonistas tenedores de títulos de deuda de nuestro país.
Los bonistas del exterior, en general, son de dos tipos: uno, formado por ahorristas e inversores que decidieron hacer colocaciones en estos papeles asesorados por los bancos de inversión y otros que surgen posteriormente, los bonistas "buitres" o fondos buitres.
Por otra parte tenemos los bonistas argentinos, con similares características, de los cuales rescatamos dos clases que deberían tener un tratamiento diferenciado más favorable que el resto. Uno es el conjunto de pequeños o pequeñísimos ahorristas que fueron tentados por la campaña de suscripción oficial para colocar su dinerillo en bonos de la deuda pública por ser lo más seguro de plaza: esto ocurrió en los años 2000/2001 y todos sabemos lo que sucedió meses después. El otro lote de bonistas es el de aquellos acreedores del Estado y está formado por pequeñas y medianas empresas, personal de entes liquidados, prestadores de servicios y realizadores de obras, en general, cuyos contratos no fueron respetados y tuvieron que consolidar su deuda al 1/4/91 -inicio de la convertibilidad- para luego de ese trámite recibir bonos a 16 años. La deuda al 4/91 genera un interés de caja de ahorro inexistente que publica el Banco Central, que luego de 16 años no alcanza al 80% de la deuda consolidada. Sobre esto volveremos más adelante.
Entonces, propiciamos un tratamiento de estos dos tipos de bonistas más favorable, más adecuado. Hay que reconocer que resulta difícil establecer un criterio uniforme que contemple la cantidad de situaciones en cada caso, pero tampoco ha de ser equitativo tratar a todos por igual. Para ello habrá que apelar al concepto de simetría -del griego symmetría, que viene de sym, con y metron, medida-; podríamos traducir: en su medida. En igual sentido, significa la proporción adecuada de las partes entre sí y con el todo mismo. Con mayor amplitud y profundidad, quiere decir mesurado, adecuado, proporcionado, de proporción adecuada, de medida conveniente.
Simetría y equilibrio pervivieron a lo largo de la historia, a tal punto que los antiguos filósofos griegos se vieron obligados a explicar ciertas asimetrías humanas. La búsqueda permanente de la simetría se manifiesta en las obras humanas como los templos y las pirámides, en las letras, en la métrica de la poesía, en la rima, en la música. Hoy como nunca tal vez en la economía orden y caos pugnen por un sitio en nuestra mente. Cuando dos o más países encaran un proceso de integración económica, ponen el acento en tratar correctamente las asimetrías existentes entre ellos en pos del beneficio conjunto.
Los prestadores de servicios al Estado que consolidaron sus deudas al 4/91 han sufrido una abrupta licuación de sus acreencias, por las cuales recibieron o están en trámite de recibir bonos. Un ejemplo lo patentiza aquel acreedor que consolidó su deuda al 4/91 en $ 100.000, en la relación de un peso por un dólar: al mes 9/08, tras 17 años y medio, recibe un interés del 78%, es decir, el monto asciende a $ 178.000, cuando la inflación supera el doble de ese interés. Para verlo mejor aún: los u$s 100.000 de 1991, más un interés del 6% anual al 9/08, arrojan la suma de u$s 205.000 que, al cambio de $ 3,20, nos da la suma de $ 656.000. Puede apreciarse que al cabo de 17 años y medio percibirá el 27% de su crédito.
Del mismo modo, aquellos pequeños ahorristas, jubilados, cuentapropistas y otros que en el 2000 confiaron sus pocos pesitos a la inversión en bonos del Estado merecen un trato diferente, más favorable que el resto. En el otro extremo están los bonistas buitres, cuyo nombre reciben por su forma de operar en el mercado financiero: compran bonos en default o con expectativa baja, de alto riesgo, los derivan al servicio jurídico e inician juicios por el total. Esta actividad funciona como la empresa dedicada a la compra de automóviles siniestrados: compra en efectivo, los deriva a sus talleres a reparar y los comercializa ofreciendo buenos precios en relación con cada modelo.
Finalmente está el grueso de bonistas argentinos provenientes de la pesificación del 2001. Y eso no es poca cosa.
ALEJANDRO JOFRÉ (*)
(*) Contador público