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Si todo dependiera de la reacción inicial de los mercados, el rescate bancario europeo, que prevé una inyección al sistema financiero de una cantidad de dinero tres veces mayor que la propuesta originalmente por el gobierno estadounidense para una economía de magnitud equiparable, ha demostrado ser un éxito fulminante, pero los acontecimientos de las semanas últimas nos han recordado que en el mundo de las finanzas el optimismo delirante puede verse reemplazado por el pánico igualmente irracional en una cuestión de minutos. Así las cosas, sería prematuro afirmar que se ha encontrado la forma de frenar el colapso que, a juicio de casi todos, ha puesto fin al período de crecimiento económico internacional más espectacular de toda la historia de nuestra especie. Con todo, las medidas adoptadas por los gobiernos europeos, que se basan en la iniciativa que fue tomada antes por el primer ministro británico Gordon Brown, parecen lo bastante contundentes como para asegurar a quienes operan en los mercados que los bancos realmente cuenten con el apoyo decidido de los gobiernos -y por lo tanto de todos los contribuyentes de la UE-, razón por la que dispondrán de los recursos que necesitarán para hacer frente a la desconfianza generalizada, de este modo impidiendo que haya corridas en cadena. Aun cuando los gobiernos del G-7 lograran impedir el temido derretimiento del sistema financiero internacional, la economía real se verá afectada por lo que ya ha sucedido. Todos los países desarrollados parecen haber entrado en una recesión que podría durar más de un año y se encontrarán en apuros muchos subdesarrollados cuya buena fortuna reciente se ha debido a la exportación de commodities a precios insólitamente elevados, sobre todo aquellos que no supieron aprovechar la oportunidad brindada por el boom para mejorar sus estructuras. Sin embargo, siempre y cuando el sistema financiero se estabilice de resultas de las medidas tomadas, se tratará de una recesión "normal" similar a las muchas que se han dado a intervalos de aproximadamente diez años -o sea, el tiempo suficiente en que una nueva generación de financistas y empresarios olvide las lecciones del pasado- que será doloroso para muchos sin por eso parecerse en absoluto a la Gran Depresión de la década de los treinta. Además de procurar dominar una crisis que amenazaba -y que aún amenaza- con salirse por completo de madre, los políticos más poderosos del mundo han tenido que pensar en las consecuencias a largo plazo de las medidas que tomen en medio de una emergencia. Si bien por ahora la inflación les parece el mal menor en comparación con lo que ocurriría si se permitiera la caída de más instituciones de las dimensiones de Lehman Brothers, una vez restaurada cierta estabilidad podría plantearles un desafío muy difícil. Asimismo, es inevitable que a raíz de las cantidades colosales de dinero que costará el rescate, aumente mucho la deuda pública de todos los países más ricos. Por desgracia, los encargados de saldarla serán las próximas generaciones, lo que en vista del virtual colapso demográfico de varios países europeos, entre ellos Alemania, Italia y España, no les será del todo fácil. Otro riesgo tiene que ver con el estatismo. Si los reguladores gubernamentales resultan ser demasiado severos, los bancos norteamericanos, europeos y japoneses serán reacios a prestar dinero a los empresarios pequeños a menos que el gobierno local los oblige a hacerlo, como en efecto sucedió en el mercado hipotecario de Estados Unidos cuyos problemas están en la raíz del desastre actual. Por desgracia, no parece existir una fórmula que sirva para combinar el grado de flexibilidad y la voluntad de correr riesgos que son esenciales para una economía dinámica con la estabilidad y flexibilidad suficientes como para que no haya más crisis financieras devastadoras en el futuro. Todos querrían que las distintas economías nacionales evolucionaran de forma más previsible, pero, bien que mal, el progreso presupone cambios constantes, muchos de los cuales -como los supuestos por la irrupción de la informática- no pueden sino resultar sorprendentes incluso para sus artífices, y ni hablar de los demás que se ven forzados a adaptarse a ellos.
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