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Callejeros | ||
Probablemente quede atrapado -y mal- entre tirios y troyanos; no obstante, voy a encarar esta columna de opinión en primera persona. Algunos podrán argumentar que el conflicto pasa por la mirada personal. Pero soy veterinario y no puedo eludir un rasgo biologista en la mayoría de mis razonamientos. Además desempeñé parte de mi vida profesional como efector de salud pública, con lo cual arrastro cierto sesgo técnico con laberintos propios del plano epidemiológico. Finalmente tengo un profundo respeto por el protagonismo de perros y gatos en la vida de muchas personas. En mi casa, y en la de toda mi familia, siempre tuvimos animales y los tratamos con el debido respeto. Todos nuestros bichos fueron callejeros y una vez adoptados adquirieron los respectivos derechos familiares. Dicho esto, paso a desgranar la mitología existente alrededor de la crueldad. También sobre los vínculos culturales y los múltiples cometidos concebidos por el hombre al disponer de sus parientes zoológicos con otro grado de evolución. Es que son dos los aspectos, casi misteriosos, que influyen sobre la dinámica de las especies conocidas: la vida y la muerte. Las cadenas tróficas forman parte del fenómeno biológico; tienen identidad cotidiana y eso significa que algunos resignan su existencia en función del mantenimiento vital de otros. Esta conducta, casi bíblica, existe desde la aparición de los ecosistemas. Por ejemplo un tábano sufre dolor mortal cuando es capturado por un salmónido, el cual -a su vez- agoniza frente a un predador de mayor tamaño. Esto que ocurre en el mundo de los instintos y garantiza la dieta del más fuerte, está perfeccionado por una especie que, provisoria y actualmente, domina el contexto -simplemente- porque desarrolló capacidad racional. En efecto, la inteligencia fue capaz de recomponer la demografía humana, críticamente desmadrada, por medio de una cultura fundada en el abastecimiento industrial de alimentos. Y como mueca hipócrita, oculta por la indiferencia, aparece el drama de la muerte frecuente, programada y sistematizada. También aceptada mayoritariamente. Podríamos hablar de los japoneses, y distanciar el enfoque, al mencionar la captura y matanza de esos simpáticos mamíferos marinos conocidos como cetáceos. Pero en esta ocasión me quiero referir a los argentinos que disfrutamos, a más no poder, de una sabrosa tira de asado ignorando la tragedia de un rumiante genéticamente adaptado a la producción de carne. Todo comienza con el estrés que sufre el animal cuando es trasladado lejos de su querencia. Desde la feria llega a un sitio donde prevalecen los aromas de sangre y muerte, y el vacuno percibe su destino fatal. Días más tarde, en ambientes decontaminados, millones -devotos del consumo- disputan cortes coquetamente expuestos en góndolas alejadas del infortunio, recientemente acaecido. La otra cara de la misma moneda revela todo el complejo económico, productivo, social y laboral que se despliega en función de la proteína roja. No sólo desde la tecnología, el conocimiento y un estilo de vida que garantiza cierta prosperidad individual y colectiva. Las inversiones, el sector primario, el transporte, la industria, el empleo, la distribución y el carnicero de barrio tienen su razón de ser porque los hábitos de todo argentino bien nacido son -sencillamente- carnívoros. En términos casi bioéticos, y ampliando el planisferio, se puede bucear en aquellas culturas africanas que cazan chimpancés (Pan troglodytes). Vale una curiosidad: desde el 12 de febrero del 2001 (fecha de publicación del mapa que establece el genoma humano) se sabe con certeza que esta especie y el hombre tienen una diferencia en su ADN de un escaso 4%. Con lo cual es posible inferir que quienes consumen carne de chimpancé son 96% caníbales. En la misma línea de razonamiento se pueden observar los métodos utilizados para combatir plagas. Los venenos para ratas tienen un principio anticoagulante con el cual el roedor padece de hemorragias, mientras muere frente a la indiferencia total del ama de casa. O la cucaracha que tiene dolor en tanto pierde la vida una vez rociada con tóxicos a escala insecto. Recién después de haber desplegado algunas impresiones sobre usos y costumbres forjados por la gastronomía humana -y subrayando ciertas herramientas para la eliminación física de todo aquello que resulta molesto- me permito curiosear ese recurso cultural conocido como eutanasia. Sin profundizar demasiado la semántica del término se puede aceptar que se refiere a una muerte sin dolor. Con lo cual, ahora si, acotando la expresión al problema canino, es dable imaginar la utilidad (buena o mala) de ese medio para disminuir una población extrapolada y fuera de todo control. En principio hay que apelar al mundo de las evidencias para ubicar un correcto escenario del conflicto. Es decir acercar aquellas herramientas que provienen del campo científico y tecnológico. Hay muchos trabajos que demuestran el peligro sanitario. Me viene a la memoria unas excelentes investigaciones realizadas por Claudio Brusoni en San Martín de los Andes y los aportes de Oscar Jensen, desde la provincia del Chubut. El primero realizó estudios valiosos sobre epidemia de mordeduras y riesgos parasitarios en espacios públicos. El segundo analizó la tenencia responsable de perros y la escasa adherencia a la praxis participativa. Con respecto a las esterilizaciones quirúrgicas no encontré ninguna investigación medulosa que indique que este tipo de intervenciones sean costo-efectivas y comprueben una disminución significativa en la biodinámica en la especie. Es decir no está demostrado, con la debida rigurosidad científica, el impacto de las castraciones como medio único para reducir la demografía canina. Sólo hay una aproximación del ya desaparecido Centro Panamericano de Zoonosis (Cepanzo) sobre el tema, siempre y cuando el alcance atienda el 90% de las hembras y un 50% de los machos existentes en una determinada localidad. Es que el flujo génico de la reproducción canina es exponencial: una sola perra que comience su ciclo estral a los seis meses de edad, teniendo tres hembras por camada (dos veces por año) puede generar, al cabo del cuarto año, una población de hembras con varios miles de ejemplares. Evidentemente la velocidad de recuperación supera la neutralización quirúrgica, a menos que ésta sea universal, sostenida en el tiempo y por sobre todo con inclusión absoluta de perros cimarrones y sin dueño. La administración política es importante, pero tiene como límite la grilla de prioridades formulada por quienes gestionan la cosa pública. Como es sabido no sobran los recursos, de allí que las variables de la decisión deban conciliar la disponibilidad financiera para cada problema en particular con la probabilidad de éxito de la intervención. No obstante es responsable de promulgar normas y definir las estrategias a seguir. Pero el tercer sector, especialmente aquel que pregona la protección animal, no se puede desentender de: 1) el riesgo sanitario que significa una población animal fuera de control; 2) el análisis simplificado, basado sólo en enunciados afectivos, pues la reducción temática puede entrar en coalición con la voluntad mayoritaria; y 3) las presiones que ejercen, ya que las mismas pueden dar lugar a leyes con dificultades de aplicación, con lo cual se transforman en productos de baja calidad.
ANDRÉS J. KACZORKIEWICZ (*) Especial para "Río Negro"
(*) Médico veterinario. Mail: dr-k@speedy.com.ar | ||
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