En 1933, cuando la Gran Depresión que fue desatada por el colapso de centenares de bancos ya tenía postrado a Estados Unidos y a muchos otros países, el en aquel entonces presidente norteamericano, Franklin Delano Roosevelt, procuró animar a sus compatriotas asegurándoles que "a lo único que tenemos que temer es al temor mismo". Si bien sus palabras no tuvieron el efecto que esperaba -la Depresión que depositó a millones de norteamericanos antes acomodados en la miseria duraría hasta la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial-, por lo menos reflejaban la conciencia de que cuando de la actividad económica se trata la confianza es un factor fundamental. Si casi todos sospechan que lo que les dicen los gobernantes, funcionarios eminentes y jefes de grandes corporaciones son mentiras o que por razones acaso misteriosas un bajón no puede sino agravarse, incluso la economía más avanzada caerá víctima de una parálisis progresiva al negarse las instituciones crediticias a prestar dinero a quienes están en condiciones de sacarle provecho produciendo más o brindando servicios útiles.
Hasta ahora, no han tenido demasiado éxito los esfuerzos de los gobiernos de todos los países significantes por restaurar la confianza y de este modo limitar los daños que sufra la "economía real" a causa de la feroz tormenta financiera actual. A pesar de la promesa de una serie de gobiernos de inyectar montos inverosímiles de dinero en los sistemas bancarios de América del Norte y Europa, los mercados han reaccionado con desdén, subiendo un poco para manifestar su aprobación de la medida más reciente para después desplomarse nuevamente. Tampoco sirvió para mucho la reducción de las tasas de interés anunciada por las autoridades correspondientes norteamericanas, europeas y chinas.
En parte, el fracaso así supuesto se ha debido a la sospecha generalizada de que aún son muchos los bancos y otras instituciones financieras que están escondiendo bonos "tóxicos" y otros bienes virtuales cuyo valor real es una mera fracción del nominal, pero también están haciendo su aporte quienes disfrutan pintando el panorama de colores sombríos. No se trata tanto de los que por motivos ideológicos o, en el caso del Papa, religiosos, quisieran que el sistema capitalista compartiera el destino del comunista para que lo reemplazara algo a su juicio más equitativo o menos materialista, cuanto de quienes se regodean de los grandes desastres. Por desgracia, son muchos. Hay algo en el psique humano que se regocija con las debacles, sobre todo cuando las protagonizan personajes antes envidiados como los jefes de los bancos de inversión que acaban de esfumarse. Huelga decir que el espectáculo que están dando los mercados financieros le ha suministrado una nueva oportunidad para manifestarse.
No cabe duda de que ciertos medios de difusión, entre ellos los más prestigiosos, han contribuido a sembrar el miedo que ha hecho temblar a banqueros opulentos y obreros modestos por igual. Desde que se inició la crisis, pocos han hecho algún esfuerzo por persuadir a quienes operan en los mercados de que los problemas planteados por las hipotecas por ahora incobrables no son tan graves como para provocar el colapso del sistema financiero planetario. La mayoría, sabedora de que en circunstancias como las actuales el catastrofismo atrae mucho más que el optimismo, parece esperar que todos los días se produzca una nueva hecatombe hasta que por fin no quede nada en pie. Entienden que las malas noticias siempre venden más y por este motivo dan mucho espacio a quienes están dispuestos a formular los vaticinios más lúgubres.
El cambio de clima ha incidido en la actitud de casi todos: muchos que algunos meses atrás celebraban las hazañas de los financistas más destacados, de este modo ayudando a inflar la burbuja que acaba de estallar, se han puesto últimamente a lamentar su crasa irresponsabilidad. Lo mismo que ciertos gobiernos, no sólo los medios sensacionalistas sino también otros propenden a ser procíclicos, tal vez porque a tantos les gustan las emociones fuertes. Puede que su influencia no haya sido decisiva, pero cuesta creer que los títulos apocalípticos de los diarios y las advertencias solemnes propagadas por las emisoras televisivas no hayan contribuido a difundir la sensación de que todo se está viniendo abajo.
Así y todo, hay señales de que el catastrofismo ha comenzado a perder su atractivo. Con frecuencia creciente, los periódicos más respetables están solicitando las opiniones de los convencidos de que la crisis actual es en buena medida psicológica porque la conducta de los financistas les parece irracional. Estarán en lo cierto quienes piensan de este modo, pero sucede que quienes se ganan la vida comprando y vendiendo en cantidades valores extraordinarios rodeados de gente que grita, teléfonos que no dejan de sonar y computadoras que los bombardean con información de toda clase, no disponen de tiempo suficiente como para actuar con mucha racionalidad; de lo contrario, no se producirían con tanta frecuencia aquellas alzas vivificantes seguidas por caídas precipitadas que desde hace siglos caracterizan a los mercados.
Por lo demás, aun cuando el apostador bursátil inteligente, lector asiduo de libros acerca de manías colectivas y otros fenómenos que suelen determinar la evolución errática de los mercados, sea consciente de que la manada financiera se ha enloquecido una vez más, sabrá que no tiene más alternativa que la de actuar como los demás puesto que merced al pánico que se ha apoderado de ellos las acciones continuarán bajando. Por lo tanto, los convencidos de que la crisis se debe a la estupidez de sus congéneres no se opondrán a la tendencia imperante antes de que tengan buenos motivos para creer que por fin los mercados han tocado fondo y están por recuperarse.
Se ha producido, pues, una situación paradójica. Hay una diferencia muy grande entre lo que beneficiaría a la comunidad por un lado y por el otro el interés de cada individuo. Pero no es una cuestión de pobres contra ricos, puesto que también resulta del interés personal de los multimillonarios que termine cuanto antes la crisis que está destruyendo fortunas. Aunque está formándose un consenso en el sentido de que la versión del diluvio universal que está ahogando a los mercados financieros es en buena medida de origen psicológico -si bien era razonable esperar una corrección, la que se ha dado parece absurdamente exagerada-, y que por lo tanto convendría que todos se tranquilizaran, nadie quiere ser el primero que se arriesgue comprando acciones baratas por miedo a que mañana sean más baratas aún, con el resultado de que quienes se sienten más perjudicados por la crisis son los que más hacen para prolongarla.