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La Argentina tiene el privilegio de ser un país en cuyo territorio se encuentra una variedad notable de regiones muy distintas, lo que para muchos es un motivo de orgullo. En cambio, no puede serlo en absoluto la diversidad económica extraordinaria que también la caracteriza. Conforme a un análisis efectuado por la consultora abeceb.com que acaba de difundir el matutino porteño "Clarín", es mayor la diferencia entre el ingreso per cápita de una provincia como Chaco y Santa Cruz, que entre países paupérrimos como Marruecos o Argelia por un lado y Suiza por el otro. Según las cifras citadas, los chaqueños tienen que conformarse con 2.000 dólares anuales, es decir, menos de la mitad del monto atribuido a los países de África del Norte, mientras que los santacruceños perciben 30.500, lo suficiente como para ubicarlos a un nivel económico equiparable con el de ciertos países de la Unión Europea como Grecia. Por su parte, los porteños, con 23.300 dólares per cápita, se parangonan con los portugueses, los que si bien están entre los más pobres del occidente europeo disfrutan de ingresos decididamente superiores a los argentinos que, se estima, son por promedio 8.200 dólares anuales. También será enorme la brecha que separa a los rionegrinos (8.200 dólares) de los neuquinos (26.300 dólares). Puede que las estadísticas así resumidas no reflejen con precisión la realidad nacional -la existencia de una economía negra enorme dificulta la tarea de los investigadores-, pero pocos negarían que en nuestro país conviven comunidades cuyo estilo de vida y hábitos de consumo son propios de los de las zonas más avanzadas del Primer Mundo con otras que tienen mucho en común con las de las partes más atrasadas del Tercero. De tomarse en serio a los políticos, intelectuales y religiosos que afirman que a menos que se reduzcan las diferencias económicas entre los países ricos y los pobres no tardarán en estallar guerras atroces, la Argentina debería de ser un aquelarre ingobernable pero, por fortuna, no lo es en absoluto. Lo mismo que en el resto del mundo, aquí tanto los indigentes como los sumamente ricos se han acostumbrado a la desigualdad extrema. Aunque el tema suele merecer cierta atención en períodos preelectorales y figura en los documentos de la Iglesia Católica, no ha sido motivo de disturbios graves. Aunque desde hace más de un siglo hay un consenso en el cual por razones éticas es necesario hacer de la Argentina un país más equitativo, hasta ahora los esfuerzos en tal sentido no han prosperado. Antes bien, parecería que las diferencias entre las distintas provincias propenden a ensancharse debido a la presencia en algunas de recursos naturales como el petróleo o, en el caso de la Capital Federal, la importancia creciente de los conocimientos. Puede decirse que en términos generales los productos o actividades más estrechamente vinculados con la economía moderna internacional sirven para posibilitar ingresos más altos, mientras que los tradicionales, de valor comercial limitado, a lo sumo bastan como para sostener un nivel de vida rudimentario, de subsistencia. Los programas presuntamente destinados a lograr una mayor igualdad suelen basarse en la transferencia de recursos, en obras públicas y en los intentos locales de atraer inversiones, pero a juzgar por los resultados todos han fracasado, acaso porque no han logrado modificar la "cultura de la pobreza" que es típica de las zonas largamente deprimidas no sólo de nuestro país sino también de los demás. Si se diera una solución, tendría que consistir en un esfuerzo educativo mucho más intenso que cualquiera que se haya emprendido en el pasado, cuyo objetivo consistiría en brindar a los habitantes de las provincias más pobres tanto los conocimientos como la disciplina mental y laboral que les permitiría abrirse camino en el mundo actual. O sea, se trataría de una estrategia no tan diferente de las ensayadas, con gran éxito, por los pueblos de países de Asia oriental que hace apenas una generación eran tan pobres como todavía es la mayoría abrumadora de los chaqueños, santiagueños y formoseños, pero que en la actualidad disfrutan de un ingreso per cápita comparable con el alcanzado por los habitantes de muchos países europeos avanzados.
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