Los voceros oficiales se equivocan cuando dicen que los ruralistas carecen de razones para reanudar sus protestas. Las tienen de sobra porque el gobierno sigue tratando al campo como si a su juicio fuera un reducto enemigo que le es necesario ablandar con medidas destinadas a perjudicarlo, negándose de este modo a reconocer la importancia fundamental del agro para la economía, y por lo tanto para el futuro del país. Aunque ya han transcurrido dos meses y medio desde que el voto "no positivo" del vicepresidente Julio Cobos obligó a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su esposo a olvidarse de las retenciones móviles, el gobierno no ha hecho ningún esfuerzo por dialogar con los productores agropecuarios. Sigue trabando la comercialización de lácteos, carne y granos a fin de mantener bajos los precios locales y no parece entender la gravedad de la situación provocada por una sequía prolongada que está entre las peores de la historia nacional.
Con todo, es poco probable que el nuevo paro que se ha iniciado tenga una repercusión equiparable con el que casi supuso la caída, por abandono, del gobierno kirchnerista. Mucho ha cambiado a partir de marzo pasado. Para empezar, el gobierno ya no es tan prepotente como antes: en la actualidad, preocupa más su debilidad que sus pretensiones hegemónicas. Asimismo, forzado por las circunstancias, está intentando modificar la estrategia económica arcaica que al aislar el país del resto del mundo lo privó de inversiones imprescindibles y del acceso a créditos a tasas de interés razonables. El giro hacia la "ortodoxia" es tardío y aunque lo profundice le será sumamente difícil corregir las distorsiones graves ocasionadas por los muchos errores cometidos en los cinco años de poder kirchnerista descontrolado, pero por lo menos ha contribuido a tranquilizar a una clase media alarmada por la propensión de los Kirchner a ver todo cuanto ocurría a través de un prisma ideológico setentista, de ahí las alusiones absurdas, y por eso contraproducentes, a "oligarcas", "golpistas" y así por el estilo que durante el conflicto formularon la presidenta, su cónyuge y oficialistas como Luis D'Elía en un esfuerzo inútil por desprestigiar a los líderes del campo.
La sequía, que ha tenido consecuencias desastrosas en muchas partes del país, debería haber servido para enseñarle a la presidenta que la agricultura no es una actividad libre de riesgos, como imaginaba, sino una en que en cualquier momento la naturaleza puede causar pérdidas enormes, motivo por el que siempre hay que pensar en términos de lustros, cuando no de décadas. Esquilmar a los productores rurales cuando los precios internacionales de los commodities son muy altos ha significado que muchos se encuentran sin los recursos mínimos necesarios para enfrentar la adversidad. En efecto, además de la sequía que sigue causando estragos en buena parte del país, los precios de los productos que exportamos -siempre y cuando el gobierno lo permita- han caído de manera estrepitosa en las semanas últimas, aunque todavía son muy superiores a lo que eran antes de la llegada al gobierno de los Kirchner. Mientras que en julio pasado el precio de una tonelada de soja alcanzó el nivel record de 609,22 dólares y al gobierno se le ocurrió que sería una idea brillante "redistribuir" las "ganancias extraordinarias" así posibilitadas, últimamente se ha ubicado alrededor de los 370 dólares. También han bajado los precios del maíz y del trigo. Puede entenderse, pues, la angustia que sienten muchos productores que, de resultas de la política agropecuaria miope del gobierno kirchnerista, no pudieron aprovechar los precios pasajeramente muy altos para prepararse para afrontar lo que, como previeron los acostumbrados a la alternancia de etapas de años gordos con otras en que son flacos, vendría después. Después del derrumbe que siguió al colapso de la convertibilidad, el campo supo aprovechar una coyuntura internacional favorable para sacar al país del abismo en el que se había precipitado. Con toda seguridad seguirá siendo el generador principal de divisas, pero los beneficios resultantes serán una mera fracción de los que podrían alcanzar a ser a menos que el gobierno entienda que es una actividad que resulta necesario impulsar, no un recurso natural que abunde sin que nadie tenga que esforzarse cultivándolo.