El mundo tiembla, las bolsas caen, los bancos más importantes del mundo quiebran. El Tesoro de los EE.UU. sale o no sale al rescate con casi un billón -de los nuestros- de dólares. "Burbuja especulativa" se llama eso. Y las burbujas, llegado el momento, revientan. El que sean principalmente la consecuencia de la acción de especuladores y de acciones irresponsables de ciertos bancos y sólo en mucho menor medida de dificultades reales, hace el fenómeno más repugnante pero no menos grave. Esta nota se llama "Espuma" porque ya van varias de estas "burbujas" que revientan -una de ellas en nuestra propia cara en el 2001-.
En 1776 se publicó la obra liminar de Adam Smith, "Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones", que fue el comienzo de la literatura económica moderna. De Smith provienen las ideas básicas del liberalismo y el concepto de la "mano invisible del mercado", que según él es la causa de riqueza y no necesita que nadie le mire los dedos, menos que nadie el gobierno, es decir, los representantes del pueblo. En tiempos de Smith el mercado no era una entidad abstracta donde se negociaban papeles sino que se intercambiaban productos. Ahora, el mercado es una entidad tan abstracta como el dinero: en un momento, el dinero representaba bienes y servía como medio de equilibrar los precios de diferentes bienes. A medida que avanzaba el capitalismo por la senda liberal, el dinero se fue convirtiendo en un ente cada vez más alejado de ese práctico uso original: en vez de intercambiar un cerdo por dos bolsas de harina, se intercambiaban los bienes por unos discos de metal, conchillas, granos de cacao o lo que fuese, después de haber llegado al acuerdo de la equivalencia entre esos símbolos y los objetos que representaban. Luego, aparecieron los "vivillos", generalmente los que estampaban sus perfiles en los discos de oro o de metales menos valiosos -o sea, los reyes- y ponían un poco menos de oro y un poco más de cobre en las monedas. Así nació la inflación. Y ahora, lo que más se intercambia son mensajes electrónicos y el mundo tiembla.
Smith no inventó el mercado, pero fue uno de los primeros analistas económicos como consecuencia del surgimiento del capitalismo -una nueva forma de producir bienes e intercambiarlos y una nueva finalidad en la vida de algunos, que crearon la industria, una forma de producir bienes con una eficiencia mucho mayor que la artesanal, con los que pronto inundaron el mundo- usando la fuerza si fuera necesario. También se atribuye a Adam Smith la famosa y paradójica frase de que la suma de los egoísmos de todos haría el bienestar común. Otro prócer de la Economía tradicional, David Ricardo, inventó la división internacional del trabajo: el sistema sería óptimo si cada cual hiciese aquello para lo que tuviera las mejores condiciones; o sea, los países desarrollados, productos industriales; los demás, alimentos y minerales. La idea era bastante lógica y funcionó para nosotros hasta 1930, pero tenía el grave defecto de ser completamente ahistórica: una foto se transformaba en la película entera. Todo estaba bien si las cosas no cambiaban nunca. Pero cambian...
Mucho antes habían nacido los bancos: sobre todo, financiaban las guerras y ganaban tanto dinero que ese dinero se fue apartando de su definición original. El dinero cobró vida propia y allí donde antes servía de intermediario entre las mercancías se transformó en capital que financiaba la producción de más mercancías. Todo empezó a funcionar al revés: las mercancías comenzaron a ser intermediarios en el intercambio del dinero. Las monedas de metal fueron representados por papeles y finalmente quedaron sólo los papeles: unos se apoyaban en otros, como el más débil se apoya en el más fuerte. Los bancos ya no comerciaban con monedas sino con papeles, que se fueron distanciando cada vez más de los valores reales que representaban (los cerdos y la harina, o los autos y las afeitadoras eléctricas). Los papeles se podían imprimir a voluntad y nacieron los mercados financieros, cada vez más distanciados de lo que aún oficialmente se llama la "economía real". Eso se oficializó cuando Gran Bretaña abandonó oficialmente el "patrón oro" en 1931, la última gran potencia en hacerlo.
Los bancos -y más tarde los Estados- imprimieron muchos papeles y cometieron un trágico error: trataron a esos papeles como si fuesen mercancías. Mientras eso se aceptaba, no había grandes problemas: eso estaba en relación directa con la potencia económica y militar del Estado que los imprimía; pero en la actualidad se estima que los papeles en circulación equivalen a cerca de diez veces la cantidad de todos los bienes existentes en el mundo. La espuma contiene muy poco jabón. La actividad financiera se apartó cada vez más de la economía real y en la actualidad es una entidad casi enteramente ficticia, como reconocen hasta los que defienden este sistema perverso.
Sistema que había que mantener andando, porque si se detenía, colapsaba. Por eso el capitalismo -el sistema económico más eficiente que conocemos- tiene que vivir en una constante huida hacia delante, lo que tiene algunas ventajas porque crea objetos nuevos que aumentan nuestro confort, como las computadoras. Pero las computadoras hicieron que el ficticio sistema financiero pudiese funcionar con mucha mayor velocidad que antes, cosa que estimuló enormemente la especulación y ahora pone en peligro la estabilidad del mundo entero, porque, aunque tiene vida propia, el sistema financiero tiene puntos de contacto con la economía real, y, sobre todo, distribuye papeles que la gente común necesita para comprar y vender los bienes reales. Sólo que la suma de egoísmos no hace el bien común y los que distribuyen los papeles empiezan a hacerlo sin respaldo y si se pierde la confianza en que un papel que se compra se podrá vender con ganancia, el sistema se derrumba. Este derrumbe es tanto más probable si, como ocurre en los EE. UU., los especuladores son muchos y no todos reconocen que están jugando con fuego: el papel es inflamable. Sin embargo, los papeles que se compran y se venden pueden representar muchas cosas: bienes inmuebles, petróleo, alimentos, oro, cocaína, armas -lo que se quiera-. Como además, la mayoría de los inversionistas no compra acciones de empresas reales sino de fondos de inversión, formados a su vez por especuladores en mayor escala, el sistema es tanto más lábil en la medida en que los macroespeculadores hacen sus propios negocios con el dinero de los incautos, que ganan plata mientras todo va bien y pagan los platos rotos si éstos se rompen. De todos modos, la correlación entre cada papel y lo que representa es arbitraria y no depende de la existencia de la mercancía sino en lo que quieren hacer los especuladores.
Y en esta etapa del capitalismo, son ellos los que dominan: las empresas reales pueden vivir o morir, fusionarse con otras o achicarse: cada una de esas operaciones significa que decenas de miles de seres humanos reales pierden sus medios de subsistencia, pero de eso, el especulador ni se entera.
Esta visión es muy simplificada y se acerca a una caricatura, porque los precios de los productos básicos -como soja, petróleo o minerales- no son enteramente arbitrarios y dependen también de hechos reales, como los conflictos y las demandas concretas y el crecimiento de China. Pero las caricaturas representan los rasgos esenciales de la realidad: sobre esa base es posible explicar que el valor del petróleo en unos meses haya triplicado su precio (no su valor) hasta u$s 150 el barril, para luego caer en pocos días a 90 y ahora volver a subir a 100. La crisis de Georgia, la guerra de Irak y el recorrido de los oleoductos por el Asia Central tiene algo que ver en esto, pero mucho menos de lo que se nos quiere hacer creer. Pero, en cambio, la especulación inmobiliaria sí es enteramente artificial.
La especulación reina en el mundo globalizado al punto de que los Estados son impotentes de ponerle coto. Hace años, en 1971, el Premio Nobel de Economía 1981, James Tobin, propuso que se cobrase un impuesto mínimo -se habló de 0,1% sobre las transferencias internacionales de divisas- sobre todo sobre los "capitales golondrina" que eran transacciones puramente especulativas que tendían solamente a extraer riquezas de los países más débiles, sin cumplir ninguna función productiva. No fue posible que un sistema que gana billones se resignara a que su saqueo sufriese la menor merma. La "Tasa Tobin" nunca fue aplicada.
Cuando quiebra un banco como Lehmann o Merril Lynch, ¿pierden todos? Seguramente no. Pierden los pequeños inversores y accionistas, no los gerentes que cobran salarios millonarios. De tal modo, una crisis como la que se desencadena ahora en los EE. UU. y hace temblar el mundo entero, perjudica a millones de personas, en beneficio de unas pocas docenas de multimillonarios.
Las consecuencias pueden ser terribles: recordemos que, a pesar de las combatidas medidas keynesianas del presidente Franklin D. Roosevelt en la crisis del 1930, EE. UU. recién terminó de salir de la -por ahora- peor crisis de su historia cuando se desencadenó la Segunda Guerra Mundial. Esta vez, los ultraliberales que gobiernan en EE. UU. tomaron inmediatamente medidas tan poco ultraliberales como salir con el Tesoro nacional a tratar de salvar a varias de estas gigantescas instituciones, que solían dictarnos cátedra sobre cómo había que manejar la economía. Ojalá tengan éxito.
El próximo presidente de los EE. UU. sí que tendrá que lidiar con una pesada herencia...
TOMÁS BUCH
Especial para "Río Negro"
(*) Tecnólogo generalista.