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El gran pensador alemán Max Weber creía que el espíritu capitalista se caracterizaba por virtudes austeras, para muchos antipáticas, como la frugalidad, la paciencia y la entrega al trabajo, que atribuía a ciertas variedades del protestantismo, en especial la calvinista. En su opinión, los primeros capitalistas auténticos eran como las hormigas, cuya aplicación disciplinada y presunta capacidad para pensar en el largo plazo tanto impresionaban a los fabulistas de la antigüedad que las contrastaban con los grillos, a su entender seres felices pero irresponsables que no hacían nada más que divertirse cantando en el verano sólo para descubrir que, a menos que los ayudaran las despreciadas hormigas, el invierno los encontraría muertos de hambre. Aún hay algunos capitalistas que se asemejan al prototipo weberiano -Warren Buffett, acaso el hombre más rico del mundo, sería uno-, pero en los años últimos han escaseado en Estados Unidos, el país cuyos habitantes se sienten más comprometidos con el capitalismo que los de cualquier otro. En vez de intentar emular a la hormiga ahorrativa, el norteamericano promedio se ha endeudado hasta las orejas para consumir cada vez más. Que ello haya ocurrido tiene su lógica. Hoy en día, las economías dependen en buena medida del consumo interno, de suerte que derrochar dinero adquiriendo cosas superfluas puede considerarse patriótico. Por lo menos es éste el credo de una horda de publicitarios, estos vendedores de bienes ajenos, de las empresas que con desesperación buscan más clientes porque de lo contrario pueden irse a pique, de la mayoría de políticos e incluso de banqueros y otros financistas cuyo negocio consiste en prestar dinero a los deseosos de gastarlo. Como Weber sabía muy bien -murió en 1920-, el capitalismo moderno no tardó en alejarse de sus putativos orígenes calvinistas para transformarse en algo radicalmente distinto. Hasta hace muy poco, pues, parecía que a pesar de las advertencias que han formulado moralistas a través de los milenios los grillos heredarían la Tierra, dejando a las hormigas el papel no muy envidiable de suministrarles cuanto se les antojara a cambio de una remuneración muy modesta. Mientras que en todas partes los ingresos de los trabajadores se estancaban, financistas astutos, deportistas, cantantes populares y actores se las ingeniaban para embolsar cantidades inverosímiles de dólares, euros y yenes merced a las bondades del mercado. Hacer gala de austeridad era juzgado antisocial; en algunos países como la Argentina, los jefes de los grillos brindaron a los ahorristas de clase media, que son las hormigas por antonomasia, una lección inolvidable: confiscaron casi todo su dinero. En Estados Unidos, muchos temen que sus propios dirigentes caigan en la tentación de emularlos, de ahí la indignación que ha provocado el plan de rescate propuesto por el gobierno del presidente George W. Bush. Desde el punto de vista popular, se trata de un intento de obligar a los contribuyentes a subsidiar el estilo de vida ostentoso de una banda de plutócratas asquerosos; no es tan sencillo -un colapso crediticio generalizado depauperaría tanto a buenos como malos-, pero dadas las circunstancias es comprensible que la gente lo haya tomado así. Muchos memoriosos dicen que la situación actual les hace recordar las tormentas financieras que precedieron a la Gran Depresión de los años treinta, pero conforme a algunos que son más memoriosos aún se parece mucho más a un crack anterior, el de 1873, cuando el derrumbe del mercado inmobiliario en Europa central causado por la proliferación de hipotecas que hoy se calificarían de subprime -es decir: no óptimas o, de manera más gráfica, tóxicas- desató una recesión internacional que arruinó a millones de empresarios en ambos lados del Atlántico. Del llamado "pánico de 1873", que puso fin a una fase de especulación frenética, saldrían fortalecidos quienes contaban con mucho dinero en efectivo. Sobrevino la hora de las hormigas que habían sabido ahorrar. Los más beneficiados eran norteamericanos de mentalidad no demasiado diferente de la postulada por Weber, como John D. Rockefeller y Andrew Carnegie. En medio de la miseria casi ubicua que duró más de cuatro años, pudieron comprar empresas postradas a precios de ganga para crear los imperios económicos gigantescos que dominarían la fase de expansión que siguió al terremoto. Según los historiadores, fue entonces que Estados Unidos, en su condición de fuente de crédito más solvente, comenzó a desempeñar el rol económico central que sería suyo en el siglo XX y los años iniciales del XXI. Aún es prematuro intentar prever las consecuencias geopolíticas del pánico del 2008: es factible que sean leves; también lo es que resulten ser tan importantes como las de 135 años antes, al ponerse en marcha la migración del protagonismo económico internacional desde Europa hasta América del Norte que alcanzaría su punto culminante durante la Segunda Guerra Mundial. Países asiáticos ahorrativos como China, el Japón, Taiwán, Singapur y la India se las han arreglado para acumular reservas gigantescas, que en algunos casos se miden en billones de dólares, en base tanto a sus exportaciones como a su resistencia a consumir con la voracidad que manifiestan los occidentales encabezados por los estadounidenses. Si bien las hormigas asiáticas tendrían que superar una serie de barreras defensivas que han erigido los grillos de Estados Unidos y también, aunque son reacios a confesar que sus cimientos financieros son precarios, sus congéneres de Europa, extrañaría que no procuraran aprovechar la oportunidad que se ha presentado para repetir lo hecho antes por norteamericanos igualmente ahorrativos, o sea para comprar mientras sean absurdamente baratas las muchas instituciones financieras y empresas productivas aún viables que están en apuros, con el propósito de ir ocupando las cumbres dominantes de la economía mundial. Asimismo, puesto que los chinos necesitan que los occidentales continúen comprando sus productos, sería de su interés colaborar -por un precio, claro- con los salvatajes ensayados por los gobiernos de Estados Unidos y Europa, lo que no dejaría de ser paradójico ya que, bien mirado, supondría el rescate del capitalismo por quienes todavía se proclaman comunistas fieles a las doctrinas de Marx, Lenin, Mao y compañía. JAMES NEILSON
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