Miércoles 01 de Octubre de 2008 Edicion impresa pag. 20 y 21 > Opinion
La crisis del campo es también ideológica

La buena resolución de la crisis del campo demanda un replanteo de presupuestos ideológicos setentistas que devinieron absolutamente inválidos ya en la década de 1990. Estos presupuestos parten del mito de una oligarquía terrateniente y conservadora que se apropia en su exclusivo beneficio de los recursos del país y del trabajo de sus habitantes. Hubo sólo dos períodos de la historia argentina en que tal visión pudo ser válida, aunque sólo parcialmente. El primero fue el del despótico gobierno de Juan Manuel de Rosas derrocado en 1852, cuando las "retenciones" aduaneras favorecieron a los estancieros y saladeristas bonaerenses exportadores de cueros y tasajo -grupo del que Rosas era un destacado miembro- en desmedro de los productores del interior del país. El segundo fue el del auge de la exportación de carnes y cereales que duró hasta la crisis mundial de 1929. En ambos casos no se trató de una tradicional clase de terratenientes poderosos que impusieron su voluntad al resto de la sociedad sino de un grupo de poderosos -como los hay en todos los tiempos- que se dedicó al negocio más rentable del particular momento histórico que le tocó vivir. El medio principal que usaron fue el control directo o indirecto del Estado, mientras que el protagonismo de las tecnologías fue muy dispar. El auge de las estancias fue fruto de la escasez de mano de obra y de tecnologías eficientes en una pampa donde los ganados se reproducían por sí solos. El posterior auge de la producción agropecuaria fue producto del comercio hecho posible por la revolución tecnológica de los transportes baratos (ferrocarriles y barcos de acero a vapor) y de medios de preservación de la carne (frigoríficos) en una época de crecientes demandas de la población europea. La principal ventaja comparativa que dio sustento a ambos procesos fue la fertilidad, casi naturalmente preservada, de las extensas pampas argentinas.

Por razones que no están totalmente claras -identificarlas es una de las grandes tareas pendientes de nuestros científicos- el sistema agropecuario argentino fue nuevamente revolucionado en la década de 1990, cuando más que duplicó su producción de granos. Hubo, claro está, la revolución tecnológica de la soja, cuya producción pasó en ese lapso de 10 millones de toneladas a casi 50. Las semillas transgénicas que permiten el "desyuyado" químico, la eliminación del arado, la doble cosecha y la innovación en maquinarias agrícolas son parte importante pero no la totalidad de la explicación, porque la revolución sucedió en los tiempos más desfavorables posibles. Durante la mayor parte de la década del despojo menemista el corsé del "1 a 1" fijó un tipo de cambio alto (peso caro)

que es el peor enemigo de las exportaciones. La mecanización de la producción no se hizo sólo en base a maquinarias importadas, como favorecía la relación de cambio, sino con importante contribución de las diseñadas y construidas en el país. Esto desarrolló una actividad industrial que, a diferencia de la precedente, está predominantemente instalada en pequeños pueblos del interior. La mayoría de las grandes producciones no correspondió a las de los grandes terratenientes sino a las de sociedades arrendatarias de tierras (cooperativas y pooles de siembra), lo que favorece el uso eficiente de maquinarias caras. La tradicional producción muy diversificada y autosuficiente fue crecientemente reemplazada por la más eficiente especialización funcional, tanto en tipo de producto como de tareas realizadas. Esto reparte los beneficios de manera más amplia, donde la disminución de mano de obra agrícola que produce la mecanización de tareas es compensada (aunque deberíamos determinar en qué porcentaje) por el incremento tanto de tareas industriales como de servicios.

La pareja gobernante quiere reducir este dinámico y complejo universo, en una retrógrada y miope visión de activista universitario de la década de 1970, a la lucha por la toma del poder de una oligarquía agropecuaria. La mejor muestra del error es el mantenimiento, a pesar de los reiterados intentos de división, de la alianza entre sectores socio-económicos tan dispares como la Sociedad Rural Argentina (la tradicional representante de esa supuesta oligarquía), la Federación Agraria Argentina (tradicional oponente de la anterior y representante de los pequeños y medianos productores), la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y la Pampa (CARBAP, tradicional enemigo del interior no pampeano) y la Confederación Intercooperativa Agropecuaria Cooperativa (CONINAGRO). La razón de esta coincidencia es que la nueva división del trabajo rural ha distribuido mejor tanto los costos del fracaso como los beneficios del éxito. La agricultura familiar, cuya incongruente entrada en el conflicto fue forzada por el gobierno como factor de presión, representa una legítima aspiración de fuentes de ingreso que permitan un asentamiento rural estable, pero no puede proporcionar -ni en cantidad, ni en precio- los alimentos requeridos por la mayoritariamente urbana población del país ni cantidades significativas de productos exportables.

Mientras que los productores privados han hecho grandes inversiones tecnológicas, las de infraestructura correspondientes al Estado todavía no llegan. Por una fracción de los pagos al FMI, Tren Bala y Club de París se podrían construir los caminos faltantes y mejorar los existentes, abastecer de combustibles, proveer de electricidad y proporcionar agua potable e irrigación a las extensas zonas afectadas por estas grandes carencias. A los que se preocupan por la consecuente falta de inversores extranjeros les recuerdo que, por definición de ganancia, siempre sacarán del país más de lo que entran y que podrían ser ventajosamente reemplazados por los capitales argentinos en el exterior (mayores que toda nuestra deuda externa). Las inversiones estatales podrían también mejorar la competitividad de la ganadería, la lechería y las industrias que ocupan más mano de obra, así como limitar la ampliación deforestadora de la frontera agrícola, antes de que sea demasiado tarde o termine la bonanza fiscal. En el contexto de la actual crisis internacional sólo es esperable la baja de los precios de compra de nuestras producciones y de la consiguiente recaudación fiscal. Las angostas anteojeras ideológicas del Poder Ejecutivo bloquean la formulación de una buena política agropecuaria e industrial, así como la de alternativas apropiadas para escenarios rápidamente cambiantes como el existente (el desdeñado "plan B"). La actual política sólo conducirá a la disminución de las fuentes de ingresos estatales y al asesinato de la "gallina de los huevos de oro", los dinámicos productores rurales y el importante sector industrial y de servicios que sustentan. Las principales víctimas seremos, una vez más, la inmensa mayoría de los argentinos.

 

CARLOS E. SOLIVÉREZ (*)

Especial para "Río Negro"

(*) Doctor en Física y diplomado en Ciencias Sociales.

Mail: csoliverez@gmail.com

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