El candidato presidencial demócrata Barack Obama y, si bien en menor medida, su contrincante republicano John McCain quisieran hacer pensar a sus compatriotas que a comienzos del año que viene su país entrará en una nueva etapa en que el gobierno podrá preocuparse mucho más por los problemas internos y mucho menos por la política exterior. Se trata de una ilusión similar a la que durante su campaña electoral de hace ocho años tuvo George W. Bush, un hombre que antes de erigirse en presidente de su país nunca había manifestado demasiado interés en la política internacional pero a quien los ataques terroristas de setiembre de 2001 obligaron a cambiar radicalmente de actitud. También tendrá que hacerlo quien triunfe en las elecciones de noviembre. Si bien merced al empeoramiento reciente de la crisis financiera los problemas internos amenazan con agravarse mucho en los próximos meses, también lo harán los planteados por el islamismo militante y, tal vez, por la Rusia del primer ministro Vladimir Putin, que está esforzándose por echar a los norteamericanos y europeos occidentales de lo que supone es la esfera de influencia predestinada de su país.
En Irán el régimen del presidente Mahmoud Ahmadinejad parece resuelto a dotarse cuanto antes de un arsenal nuclear, una eventualidad que todos los líderes occidentales califican de intolerable, si bien últimamente su retórica en tal sentido se ha suavizado tanto que parecen haber decidido que no tienen otra alternativa que aceptarla. En Afganistán los talibanes siguen presionando a las tropas de la OTAN que, con la plena aprobación del gobierno elegido de aquel país, están a cargo de la seguridad. Y, lo que es todavía más alarmante, en Pakistán los islamistas han empezado una ofensiva brutal contra el gobierno de Asif Ali Zardari, un político célebre por sus prácticas corruptas que de no haber sido el viudo de la asesinada Benazir Bhutto no habría tenido posibilidad alguna de alcanzar la presidencia de su país. El sábado pasado los islamistas hicieron estallar un camión repleto de explosivos frente al hotel Marriott en Islamabad donde Zardari y miembros de su gabinete estaban por cenar, matando a más de 50 personas. Aunque el sucesor de Bush en la Casa Blanca no tenga que preocuparse por Irak, ya que parecería que el desempeño del nuevo ejército iraquí ha mejorado lo bastante como para permitirle luchar contra los fanáticos sin depender por completo de las tropas norteamericanas, se enfrentará con desafíos todavía más difíciles en Irán, donde islamistas están en el poder desde hace décadas, y Afganistán y Pakistán, donde están tratando de tomarlo.
Los dilemas que enfrenta el "hombre más poderoso del mundo" nunca han sido sencillos, pero en los próximos años serán todavía más complicados que lo que eran antes del surgimiento del islamismo militante. Si es elegido, Obama dará prioridad a las relaciones norteamericanas con el resto de la llamada comunidad internacional pero, si asume una postura pacifista en un esfuerzo por diferenciarse de Bush, correrá el riesgo de brindar una impresión de debilidad que sólo serviría para alentar todavía más a los deseosos de ver humillado a Estados Unidos. A menos que para sorpresa de muchos los intentos diplomáticos y económicos de los países occidentales logren forzar a los iraníes a abandonar sus planes nucleares, Obama no tardaría en verse obligado a optar entre atacar militarmente Irán o, lo que sería lo mismo, colaborar con un ataque israelí por un lado y por el otro no hacer nada, con la esperanza de que sea posible convivir en paz con una potencia nuclear liderada por un hombre que se ha comprometido a borrar a Israel de la faz de la Tierra. También podría serle necesario decidir qué hacer para impedir que el arsenal nuclear paquistaní caiga en manos de los guerreros santos. En el caso de que triunfara McCain, el riesgo de que Estados Unidos pareciera tan ensimismado que sus muchos enemigos se sintieran tentados a redoblar sus esfuerzos por golpearlo sería menor, pero los dilemas que afrontaría no serían distintos, puesto que mientras que la voluntad de hacer uso de su poder militar que caracterizó al primer gobierno de Bush -pero no al segundo- perjudicaría a Estados Unidos a ojos del resto del mundo, la pasividad excesiva podría tener consecuencias concretas todavía peores.