Con el paso de los años nada es lo mismo que antes. Véase, si no, lo que ha sucedido con la alianza que Elías Sapag y Jorge Sobisch hicieron en 1991 para terminar con el felipismo. Duró, hasta el 2007, 16 años. Y ahora parece que ya no, porque el que gobierna es Jorge Sapag, con Sobisch en una aparente oposición y el felipismo, aún lánguido, del lado del sobrino.
Aquella fue una alianza gozosa, porque a poco de hacerse recibió una lluvia de 614 millones de dólares, que fueron una especie de soborno que el Estado nacional dio a la provincia a cambio de que ésta apoyara la privatización de YPF. Don Elías celebraba diciendo que con esa plata construirían "una provincia de tres pisos".
La alianza ya no existe. ¿No existe? No me atrevo a afirmarlo, porque el Movimiento Popular Neuquino es, o ha venido a ser, un partido más unido por el interés que por los principios. Digo eso porque en algunos asuntos todos, o al menos los Jorges, están de acuerdo.
Me refiero, por ejemplo, a las prórrogas de los contratos petroleros. El acto liminar fue en el año dos mil, cuando Jorge Omar apenas iniciaba su segundo mandato. Entonces se arregló con Repsol-YPF, con Sobisch montado en la nave-insignia, la prórroga del contrato de concesión del yacimiento gasífero de Loma de la Lata. Fue, digamos, una prórroga previsora, porque faltaban todavía 17 años para que la concesión venciera. Ahora concluirá en el 2027 y para entonces, si queda gas en el yacimiento, el gobierno -que, naturalmente, seguirá siendo del MPN, eterno como el agua y el aire- habrá otra prórroga.
Ahora, con ese precedente, vuelven las prórrogas. Ya no para un solo yacimiento sino para todos, o casi todos. Hay, o debería haber, un problema, que es la Constitución, ley fundamental de la provincia, Carta Magna que ya cumplió medio siglo, que en unos artículos incluidos en el capítulo dedicado a los recursos naturales de la provincia -como, además de los Sapag, son los hidrocarburos- dicen que está prohibido concesionar su extracción, explotación, industrialización, comercialización y cualquier otra cosa que se quiera hacer con ellos. Todo ello debe estar en manos del Estado.
Un grosero proverbio dice que "hecha la ley, hecha la trampa". Yo no me valdré de ese argumento para invalidar los fundamentos legales que inspiran las nuevas prórrogas. Sería una torpeza. Pero no puedo dejar de señalar que el gobierno se las ha arreglado, como vinieron haciéndolo los anteriores desde la privatización de YPF, para eludir ese molesto obstáculo.
Hubo, antes de la reforma constitucional del 2006, quien sostuvo que esas normas habían perdido vigencia por el desuso. Pero he aquí que la convención reformadora, presidida nada menos que por Jorge Sobisch, no tocó esas normas, con lo cual quedaron ratificadas.
Es probable que, aún en tiempos como estos, cuando nada menos que George W. Bush se vuelve partidario -y a los gritos- de la intervención del Estado en la economía, los Jorges sigan pensando que es mejor dejar que la industria del petróleo y el gas quede en manos del sector privado. Pero pasa además que "la necesidad tiene cara de hereje", y como el Jorge saliente no dejó más que deudas, ahora el entrante tiene que pagarlas. ¿Con qué? Con lo que se obtenga de las prórrogas. Gracias a la prédica de la CGT, ese dinero no se destinará a aumentar los salarios de los trabajadores del Estado sino a fines más beneficiosos para el bienestar general.
De eso se trataría si, por ejemplo, se emprendiera un plan de construcción de viviendas que resolviera el déficit -crónico y hoy agudizado- existente en la provincia. Y, de paso, en esta área de las responsabilidades del Estado se cumpliría con las normas constitucionales correspondientes, ratificadas también por la reforma del 2006. Por ejemplo, la que dice que la provincia asegurará a los trabajadores "la salud, el bienestar, la vivienda, la educación y la asistencia médica y farmacéutica" (art. 38). O las de los artículos 45 y 48, que reconoce a las mujeres que son el único sostén familiar y a los jóvenes el derecho a la vivienda.
Hay más en las convenciones internacionales incorporadas a la Constitución, que son la Declaración Universal de los Derechos Humanos (París, 1948), y la Convención sobre los Derechos del Niño.
Me he referido alguna vez a que el socialista alemán Fernando Lassalle dijo que las constituciones de los Estados modernos, de derecho, eran "una hoja de papel". Naturalmente, los ciudadanos que nos alegramos de la caída de las dictaduras y participamos -al menos mediante el voto- en la vida democrática, no pensamos como Lassalle. Pero a la vez creemos que el gobierno debe ser el más firme defensor de la ley. Y si no lo es y pasa por encima de la ley, nos acordamos de Lassalle.
Como quiera que sea, con Lassalle o sin él, con sólo leer de los deberes que la Constitución impone al gobierno en materia de viviendas, y escuchar las quejas de quienes no las tienen, y saber de que cada vez muere más gente achicharrada por las llamas cuando se queman los miserables ranchos donde viven, nos inclinamos a creer que nos están mintiendo.
JORGE GADANO
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