ara los convencidos de que Estados Unidos es una fuerza irremediablemente perversa, el origen de buena parte de los males que afligen al género humano, el gran crack que está estremeciendo a Wall Street es un espectáculo muy grato. En opinión no sólo de izquierdistas y populistas sino también de conservadores preocupados por el abandono de los principios austeros que según ellos guiaran a generaciones anteriores hasta que la plebeya cultura yanqui hizo del derroche insolente y el consumismo desenfrenado prioridades universales, el desbarajuste debería significar el fin de una época lamentable y el inicio de otra que a buen seguro será mucho mejor.
Es más que probable que quienes piensan así resulten decepcionados. Si la economía norteamericana se recupera con rapidez del susto, luego de un período de calma tensa se reanudará el ciclo ya tradicional en que una etapa signada por el pesimismo extremo se ve sucedida por otra de optimismo moderado y entonces por una tercera de euforia irracional que será seguida por un nuevo estallido. Es lo que ha sucedido una y otra vez en el pasado y, por severos que sean los controles que se impongan, sorprendería que no se repitiera.
Y si, como algunos temen, la economía de Estados Unidos se precipitara en una recesión prolongada, cuando no en una depresión equiparable con la de ochenta años atrás, las consecuencias serían aún peores desde el punto de vista de la mayoría de quienes están celebrando la humillación de los hasta hace poco soberbios "amos del universo" de Wall Street. Además de afectar negativamente todas las economías nacionales, entre ellas la argentina, un período así crearía un medio ambiente en que florecerían doctrinas despiadadas parecidas a las que provocaron la muerte de decenas de millones de hombres, mujeres y niños en el atribulado siglo XX.
En los años veinte y treinta de aquel siglo, los norteamericanos trataron de mantenerse alejados de lo que ocurría en Europa y Asia. Su pasividad frente a los horrores que se producían sólo sirvió para estimular a los agresores más feroces. También tendría consecuencias desafortunadas una eventual decisión colectiva por parte de los norteamericanos de dejar que el resto del mundo se cocine en su propia salsa. Con la presunta excepción de una minoría no muy grande de los norteamericanos mismos, a nadie le gusta demasiado que los líderes de un solo país -a menos que sea el propio- se crean obligados a asumir responsabilidad por el mundo entero, pero a juzgar por la historia del género humano los períodos más tranquilos y más fructíferos se han caracterizado por el predominio de una potencia que esté dispuesta a hacerlo.
Muchos dicen compartir el punto de vista de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de que nuestro planeta sería un lugar mejor si organismos internacionales como la ONU lograran "reconstruir una multilateralidad que se ha perdido y que ha tornado al mundo mucho más inseguro", pero por desgracia se trata de una ilusión. Si un país determinado no se siente destinado a desempeñar el papel a menudo ingrato de gendarme internacional, no lo hará nadie.
¿Sería capaz la ONU de impedir que Irán y Corea del Norte, más sus vecinos, se dotaran de armas nucleares, frenar a los islamistas no sólo en Afganistán sino también en muchos otros países musulmanes u obstaculizar los esfuerzos de Vladimir Putin por incorporar a Georgia, Ucrania y Bielorrusia a la esfera de influencia rusa, para mencionar sólo algunas de las tareas que, bien que mal, los norteamericanos se han dado? Claro que no. En verdad la consecuencia más probable de un eventual repliegue norteamericano no sería la paz universal sino una serie de guerras civiles e internacionales sanguinarias. Puede que con frecuencia los líderes de la superpotencia hayan cometido errores terribles y que hayan usado mal el poderío inmenso a su disposición, pero en términos generales su hegemonía ha sido menos brutal de lo que hubiera sido la de otros países que aspiraron a cumplir del mismo rol, como la Alemania nazi, el Japón imperial y la Unión Soviética. El sueño de un mundo de países soberanos iguales, todos comprometidos con la paz, el respeto por los derechos humanos y la equidad social, será una utopía nada realista mientras haya algunos que se nieguen a tomar en serio los planteos de progresistas bien intencionados.
Si Estados Unidos se cansara de ser una superpotencia, países que se han acostumbrado a depender del apoyo militar y económico yanqui tendrían que gastar mucho más en sus propias fuerzas armadas o verse obligados a ceder ante las presiones de enemigos sin escrúpulos, lo que sería una pésima noticia para muchos europeos que se han habituado durante tanto tiempo a disfrutar de la protección norteamericana que se las han arreglado para convencerse de que hoy en día no es necesario estar en condiciones de defenderse contra agresores externos. El zarpazo ruso contra Georgia los alarmó, pero sólo los franceses y británicos parecen entender que sin fuerzas militares poderosas el pacifismo es una forma de provocación.
Aun cuando Estados Unidos experimentara una recesión que durara años, seguiría siendo el país más poderoso y más rico de la Tierra. Sin embargo, la frustración y rencor resultantes cambiarían la actitud de los norteamericanos hacia los demás. Sería poco probable que reaccionaran afirmándose dispuestos a ponerse a las órdenes de organismos internacionales. Antes bien, se harían todavía más nacionalistas de lo que ya son para replegarse detrás de sus propias fronteras y lavarse las manos de los problemas ajenos que tanto les han costado. La tentación aislacionista siempre ha sido muy fuerte en Estados Unidos. Tal y como están las cosas, podría reafirmarse en los meses próximos, lo que no sería tan positivo como parecen imaginar los muchos que están festejando la crisis financiera más reciente.
El ex presidente norteamericano Bill Clinton solía llamar a su país "la nación indispensable", lo que reflejaba no sólo su orgullo patriótico sino también la conciencia de que si por alguna calamidad el poder militar y económico de Estados Unidos se viera reducido a aquel de una potencia mediana las repercusiones en el resto del planeta serían catastróficas. Si bien por ahora es escasa la posibilidad de que de resultas de la crisis financiera el gigante degenere en un país tan débil que quede a merced de cualquier rival predatorio, sorprendería que sus dirigentes no decidieran limitarse a defender sus intereses inmediatos. En tal caso, no tardaríamos en saber si la multipolaridad realmente es preferible a la tan denostada unipolaridad que siguió al hundimiento del imperio soviético.
JAMES NEILSON