Tiene razón el ex presidente provisional Eduardo Duhalde cuando dice que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner "va a descubrir que la inflación es un tema tremendo y peor que el del campo". Lo es por varios motivos. Siempre y cuando obrara con un mínimo de sensatez, al gobierno le sería relativamente fácil aplacar a los productores rurales, pero no lo sería en absoluto frenar la inflación sin pagar un costo político que podría resultarle insostenible. Al fin y al cabo, el poder que ha sabido acumular el matrimonio se basa principalmente en la idea de que merced a la gestión de Néstor Kirchner el país ha logrado salir del pozo económico en el que se precipitó en el 2001 y el 2002. Asimismo, mientras que nunca hubo duda alguna de que existía un conflicto entre el gobierno y el campo, desde hace más de un año y medio los Kirchner y sus incondicionales niegan que la inflación constituya un problema grave, razón por la que no han tomado medidas para combatirla, asegurando de este modo que se produjera una multitud de distorsiones que tarde o temprano será necesario corregir. Por desgracia, el gobierno actual no está en condiciones de actuar porque su intento de convencer a la ciudadanía de que tanto el año pasado como el corriente los precios minoristas han aumentado a un ritmo inferior al diez por ciento anual sólo ha servido para desprestigiarlo y, por lo tanto, privarlo de la autoridad para hacerlo.
Ya es evidente que el gobierno es incapaz de aprender de sus errores. Todos los meses el INDEC intervenido difunde un índice en que nadie cree, lo que provoca una reacción adversa por parte de los mercados financieros. La cifra que fue elegida para agosto, del 0,5%, no fue una excepción, puesto que a juicio de los economistas no oficiales la auténtica fue dos o tres veces mayor. Se da un consenso de que el país ya sufre una tasa de inflación anual próxima al 30%. Puede que últimamente se haya desacelerado un poco debido a la caída del consumo y a la merma del poder de compra de muchos asalariados, pero nuestra larga experiencia en la materia demuestra que la pobreza creciente no basta para poner fin a un proceso inflacionario. Por el contrario: al brindar a los sindicatos más poderosos un pretexto inmejorable para reclamar aumentos, propende a estimularlo. En efecto, en todo el país los docentes y otros estatales, los mecánicos, los empleados de comercio, los obreros de la construcción, los bancarios y así por el estilo están pidiendo aumentos que les permitirían por lo menos no perder terreno frente a la suba inexorable de los precios. Incluso los gremialistas que juran sentirse comprometidos con el "proyecto" kirchnerista entienden que las estadísticas confeccionadas por el INDEC no tienen nada que ver con la realidad.
La ceguera voluntaria del gobierno no puede atribuirse a su ideología o a la existencia de un plan acaso perverso pero así y todo coherente. Se debe más que nada a su ineptitud. Como señaló el primer ministro de Economía de Cristina, Martín Lousteau, "casi todas las decisiones insumen el mismo tiempo para madurarlas y para tomarlas, un tiempo de 15 a 30 minutos independientemente del rango de la decisión". En otras palabras: se trata de un gobierno de improvisados que juegan con el destino de la economía sin darse el trabajo de pensar en lo que están haciendo o, como afirmó de forma un tanto más pintoresca Duhalde, de "unos burros" que carecen por completo de ideas útiles. Con todo, sería injusto culpar sólo a los Kirchner por este estado lamentable de cosas. En los meses que siguieron al comienzo de la gestión del marido de la presidenta actual, el grueso de la clase política nacional, además de los funcionarios permanentes, optó por dejarlos obrar a su antojo sin preocuparse por las eventuales consecuencias del "estilo" hermético, agresivo y autoritario que les es característico. Habituados como están los Kirchner a gobernar sin prestar ninguna atención a las opiniones ajenas, han abierto las puertas del país para que reentrara un enemigo temible, la inflación crónica, que durante décadas lo mantuvo postrado y por lo tanto incapaz de emular a otros países que en el mismo período vieron duplicarse, triplicarse o más su ingreso per cápita.