Nadie sabe cómo o cuándo el mundo saldrá del pandemónium financiero en que acaba de meterse. Puede que las consecuencias de la implosión de una retahíla de bancos de inversión gigantescos no sean tan graves, ya que por su naturaleza son instituciones muy vulnerables a los cambios de humor que con cierta frecuencia agitan los mercados internacionales, pero también es posible que la ola de pesimismo que está inundando el planeta resulte tan perjudicial que termine haciendo trizas la "economía real", como en efecto sucedió aquí siete años atrás.
Todo dependerá del resultado de los esfuerzos de los banqueros centrales por restaurar la confianza en el sistema financiero internacional. Si fracasan, hasta las instituciones más fuertes podrían irse a pique, lo que no beneficiaría a nadie salvo a un puñado de especuladores y a los resueltos a sacar provecho político o religioso de las penurias ajenas del tipo que hicieron su agosto en la primera mitad del siglo pasado. Es factible que ello ocurra, sobre todo si China resulta estar entre los países más golpeados; pero la mayoría de los especialistas en la materia parece creer que, después de una etapa tumultuosa de la que las instituciones financieras más sanas emerjan fortalecidas, se reanudará el crecimiento generalizado que en un lapso asombrosamente breve permitió a centenares de millones de personas antes paupérrimas incorporarse a la clase media mundial.
De todos modos, no obstante el optimismo un tanto fatuo de la presidenta Cristina que, luego de celebrar "el derrumbe" del Primer Mundo, le aconsejó aprender del ejemplo brindado por la Argentina, a su entender un islote de seguridad en medio de una catástrofe universal, convendría que el gobierno se preparara para enfrentar un período muy complicado. Además de serle todavía más difícil de lo que era antes conseguir crédito, ya que incluso Hugo Chávez no estará en condiciones de ayudar mucho si el precio del petróleo sigue bajando, es de prever que se reduzcan los ingresos aportados por las exportaciones agrícolas y que los inversores, incluyendo los argentinos, sean aún más reacios a arriesgarse.
Pero no todo está perdido. Por haber adquirido ribetes tan dramáticos la crisis internacional, el gobierno se ve ante una oportunidad inmejorable para tomar algunas medidas destinadas a corregir las distorsiones que hacían que el "modelo kirchnerista" tuviera los días contados aun cuando el viento de cola soplara con fuerza por algunos años más. Puesto que nadie ignora que la crisis tiene su origen en Estados Unidos, Cristina podría culpar a los norteamericanos por obligarla a cambiar radicalmente el rumbo.
¿Lo hará? Por desgracia, es poco probable. Si bien seguirá mofándose de la ineptitud de los integrantes de los gobiernos primermundistas que, los pobres, nunca han manifestado el debido respeto por las teorías económicas reivindicadas por aquellos peronistas que sienten nostalgia por los años setenta, lo más probable es que Cristina, so pretexto de que los yanquis no entienden nada de economía, se niegue a considerar la posibilidad de que los problemas locales se hayan debido principalmente a factores internos, entre ellos la decisión disparatada de tratar la inflación como si fuera un fenómeno meramente psicológico e intentar combatirla manipulando los números.
Asimismo, aunque es comprensible que a Cristina le haya molestado sobremanera la resistencia de los de afuera a reemplazar su propio "relato" por uno confeccionado por ella y sus gurúes favoritos, reaccionar ridiculizándolos no sirve para que el resto del mundo sienta confianza en las bondades de la política económica kirchnerista. Antes bien, los convence de que quienes administran la Argentina son tan tercos que ni siquiera procurarán asegurar que el gobierno negocie con éxito las muchas turbulencias que le esperan en los meses próximos, de ahí el aumento alarmante del índice riesgo país.
Parecería que en opinión de la conducción kirchnerista y sus partidarios, lo que está sucediendo en los mercados internacionales es evidencia de que "la ortodoxia" no sirve y que por lo tanto ser "heterodoxo" es de por sí bueno. Se trata de una forma de interpretar la caída de Bear and Stearns, Lehman Brothers y tantas otras empresas financieras. Otra, menos reconfortante, sería concentrarse en lo que fue la causa básica de la crisis actual. Cuando un viento de cola vivificante sopla durante algunos años creando la sensación de que la prosperidad que trae no puede sino seguir aumentando, inversores, banqueros, ahorristas menores que quieren comprar una casa y, desde luego, políticos suelen lograr persuadirse de que el mundo ha entrado en una fase nueva y que por lo tanto no tendrán por qué preocuparse por los barquinazos cíclicos propios de épocas menos afortunadas. Todos los booms financieros de la historia se han visto impulsados por dicha ilusión; el que precedió al repliegue que está en marcha no es una excepción.
Pues bien: los Kirchner tienen mucho en común con aquellos ejecutivos de Lehman Brothers y las demás empresas que están acompañándolas al basural, que con optimismo excesivo o, si se prefiere, con codicia sin límites apostaron a que con tal que se mantuvieran firmes las pérdidas que se acumulaban en sus cuentas se trasmutarían pronto en ganancias. Como ellos, ambos imaginaron que el viento de cola seguiría soplando durante muchos años más, de suerte que no les sería necesario manejar la economía nacional con la prudencia recomendada por quienes les advertían de lo peligroso que era dejar que la inflación cobrara fuerza, maltratar a los inversores y repartir subsidios multimillonarios a fin de impedir que los votantes sintieran los efectos de lo que sucedía en otras latitudes.
Según parece, a Néstor Kirchner no se le ocurrió que su esposa heredaría una economía con graves problemas debido a sus propios errores y que, peor aún, ocuparía la presidencia cuando el país no disfrutara de una coyuntura internacional tan insólitamente favorable como la que tanto lo ayudó entre mayo del 2003 y diciembre del año pasado. Lo mismo que los financistas que hundieron a sus empresas, optó por creer que los buenos tiempos no tendrían fin; por fortuna, es poco probable que en el caso de la Argentina las consecuencias de tanta miopía sean tan penosas como en el de los bancos de inversión, pero así y todo el país y sus habitantes tendrán que pagar un precio oneroso por no haber aprovechado mejor una etapa que ya parece haber terminado.
JAMES NEILSON