Aunque nadie duda de que el resultado de las elecciones presidenciales norteamericanas de noviembre tendrá repercusiones importantes para el mundo entero en los años próximos, las que acaban de celebrarse en Pakistán podrían tener un impacto todavía mayor. Cuando los legisladores optaron por entregar la presidencia de la única potencia nuclear musulmana al viudo de la asesinada Benazir Bhutto, un hombre poco popular que por su rapacidad se ha ganado el apodo de "señor 10 por ciento", virtualmente garantizaron que el país siga deslizándose hacia el caos más absoluto. En las semanas últimas, grupos de fanáticos religiosos han perpetrado una serie de atentados sanguinarios, se ha intensificado la lucha por terminar con los talibanes que infestan las regiones montañosas cerca de la frontera con Afganistán y ha subido inexorablemente la inflación que afecta dolorosamente a los pobres que conforman la mayoría de los 160 millones de habitantes de Pakistán. También se han agravado las relaciones con otra potencia nuclear, la India, al calentarse una vez más el conflicto en Cachemira, lo que plantea el riesgo de una guerra devastadora entre los vecinos puesto que los indios tienen motivos de sobra para creer que detrás de los terroristas islámicos que periódicamente provocan matanzas en su país están integrantes de los servicios secretos paquistaníes.
Como jefe del partido gobernante, el flamante presidente, Asif Ali Zardari, cuya esposa fue asesinada por islamistas, ha impulsado la "guerra contra el terror" con más vigor que su antecesor, el dictador militar Pervez Musharraf, por razones personales y porque parece entender muy bien que a menos que enfrente con éxito la amenaza supuesta por el fanatismo el futuro de su país será atroz, pero esto no ha impedido que sus muchos adversarios lo acusen de ser un títere de Estados Unidos. Es que en Pakistán, como en todos los demás países musulmanes, los norteamericanos se ven ante un dilema nada sencillo. Si colaboran con gobiernos resueltos a aplastar a los islamistas, dándoles ayuda económica y militar, pueden debilitar a sus propios aliados; en cambio, si no los apoyan, los guerreros santos redoblarán sus esfuerzos por reemplazar a los pro occidentales por regímenes comprometidos con una versión sumamente severa y antioccidental del islam. En Pakistán, los partidarios de una yihad implacable contra todo cuanto es ajeno al islam están ganando terreno y es poco probable que el nombramiento de un presidente tan controvertido como Zardari, un personaje de trayectoria dudosa que debe su posición actual a nada más que su relación matrimonial con la ex primera ministra Benazir Bhutto, contribuya a frenarlos.
Para muchos estrategas occidentales, sería intolerable permitir que Irán se pertreche de armas nucleares porque el régimen encabezado formalmente por el presidente Mahmoud Ahmadinejad, el que raramente deja pasar una oportunidad para informar al mundo que la destrucción del Estado de Israel figura en un lugar muy prominente de su lista de prioridades, bien podría usarlas para conseguir su objetivo. Sería igualmente peligroso tanto para los países occidentales como para muchos árabes y la India que islamistas llegaran al poder en Pakistán, un país que ya posee armas nucleares y que, como si esto no fuera suficiente, trata como un héroe nacional a un científico que no vaciló en vender secretos nucleares al mejor postor. De deteriorarse aún más la situación en Pakistán, Estados Unidos no tendría más opción que la de tomar medidas destinadas a asegurar que su arsenal atómico no caiga en manos de individuos que se ufanan de su voluntad de inmolarse con tal que puedan matar a quienes no comparten sus convicciones religiosas. El candidato demócrata Barack Obama aludió al asunto cuando afirmó que en el caso de ser elegido presidente estaría dispuesto a ordenar una invasión si extremistas lograran apoderarse de Pakistán, una propuesta que, como es natural, fue ridiculizada por quienes señalaron que dicho país sería un enemigo mucho más formidable de lo que fue el Irak de Saddam Hussein, pero dadas las circunstancias una intervención militar occidental, ayudada por la India, con el objetivo limitado de mantener armas nucleares fuera del alcance de fanáticos, podría considerarse la alternativa menos mala disponible.