Desde los '90 venimos asistiendo a un renovado uso y abuso de palabras y expresiones como "compromiso", "rescatar la memoria" y "buscar nuestra identidad", entre otras muy populares, a cargo de docentes, periodistas, intelectuales, funcionarios y políticos principalmente, con motivo de inicio y fin de clases, de efemérides y aniversarios, de inauguraciones y lanzamientos de programas oficiales, que son reflejados especialmente en los mass media.
Dada su plurisemia -o su ambigüedad- cada invocación se respalda generalmente en la particular idea que acerca de su significado tenga su eventual emisor. De ahí que su pronunciación fervorosa equivalga a un mantra: una expresión muy breve, sin un contenido semántico específico, que se repite muchas veces con la intención de obtener un resultado concreto.
Sin embargo, su extendida frecuentación y las expectativas en ellas depositadas por sus siempre renovados usuarios nunca fue reflejada simétricamente por la presunta eficacia de su invocación.
En su carácter de clichés constituyen recursos light del habla cotidiana cuya real complejidad semántica es masivamente ignorada, razón por la cual su utilización no genera problemas de ninguna clase ni en ningún sentido, de modo que equivalen a "tengamos buena onda", "todos juntos somos más", "no seamos frívolos sino solidarios", etc. Buenos deseos equivalentes al "Dios los bendiga" de aquellos años, es decir: puras pavadas que no sirven para nada como no sea para hacer discursos y justificar algunos sueldos estatales demasiado elevados para las prosaicas inspiraciones de sus beneficiarios.
Derivadas del fondo ideológico duro de los años '70, reaparecieron apenas entrevisto el sesgo declinante de los '90, es decir: a medida que se manifestaba nuestra incapacidad colectiva para conducir nuestro barco en el mar de la globalización, si bien en esta "reprise" lo hicieron prácticamente vacías de significados e inservibles para producir nuevos sentidos de cohesión, de pertenencia y de finalidades en la nueva etapa. Es decir: en medio de la certeza colectiva de nuestros fracasos societales y de nuestra desintegración, del carácter elusivo de nuestro presente con sus renuncias y fragmentaciones, su anomia y su individualismo defensivo.
Esta vez lo hicieron sugestivamente como mantras y amuletos, tal cual se continúa utilizándolas todavía: con la apariencia de armas para la lucha, cuando realmente no son tales sino palabras huecas del paternalismo oficial sectario que hace de la confusión y la ambigüedad el estado político ideal para sus fines, siempre a contramano de los fines deseables de la nación en su conjunto.
Ello explica que otros valores permanentes de toda sociedad, como la paz y la justicia, queden sepultados bajo ese palabrerío sensiblero del pensamiento oficial. Hacer creer que la identidad, la memoria y el compromiso -no en sí mismos sino con las engañosas modalidades con que son fogoneados desde el poder- son elementos de resistencia contra una globalización despiadada es un vulgar timo a los sectores sociales más crédulos y a los que se dejan timar por conveniencia.
No es por falta de memoria, identidad ni compromiso (de hecho puras abstracciones del discurso oficial) que estamos mal, ni, en consecuencia, estaremos mejor cuanto más abunden aquéllas. Tal como se las emite y percibe en determinados sectores sociales es preferible que no abunden sino que falten, pues nuestro estado material, moral y espiritual es el resultado del fracaso de la utopía popular (por errores y traiciones de dirigentes y dirigidos) más que de la acción de los supuestos enemigos jurados del pueblo, a juzgar por los resultados del presente.
O sea que este bello (¿?) presente no es fruto de un nuevo mal exógeno que se ensaña con nosotros, víctimas perpetuas de la conjura de "los poderosos de afuera".
Sin negar los males que la globalización ha traído, no es serio culparla de nuestro fracaso actual ya que éste es previo a aquélla y es estructural. Hacerlo implica diluir los imprescindibles y justos reproches y críticas a nuestros propios fracasos anteriores y negar nuestras incapacidades e irresponsabilidades.
Que esto último no lo haga el gobierno ni el poder es previsible: la política, la ideología y los intereses económicos beneficiados mutuamente jamás admitirían tanta sinceridad, ya que de hacerlo deberían reconocer que muchos países han crecido material, política y socialmente en las tres últimas décadas sin ser potencias imperialistas.
De modo que un reconocimiento semejante acarrearía fatalmente la caída estrepitosa del fácil recurso a la culpabilidad externa.
¿Por qué no analizar crítica e imparcialmente si las políticas liberales de los '90 han avasallado a nuestro país y a América Latina por sus propias fuerzas o si lo han hecho con la complacencia y complicidad de gobiernos locales corruptos e incapaces y de sectores prebendarios beneficiados coyunturalmente con algunos trozos de riqueza mal habida, acordes al nivel de codicia de los Alí Babá de turno?
Los propios, más que los extraños, y los de adentro, más que los de afuera, somos responsables políticos y morales tanto de los éxitos como de los fracasos colectivos, en tanto otros, muy pocos, son además beneficiarios privilegiados.
Nosotros, la sociedad toda, hemos matado la política, aunque el lenguaje político subsista como relicto de un pasado cada vez más esfumado y desconocido por las nuevas generaciones.
En consecuencia, la restauración y la creación de términos y expresiones engañosos constituye un valor de cambio muy útil para la continuidad de la hipocresía social que ya se ha naturalizado entre nosotros.
Existe una saturación de apelaciones a la participación, al ejercicio de la ciudadanía y la democracia, a la búsqueda de calidad institucional, etc., junto con aquellas frases del inicio, expresiones que si en el pasado fueron casi mágicas hoy son tan volátiles que sólo sobreviven mediante exhumaciones y restauraciones provenientes de las usinas instituyentes del poder.
De ahí la ambivalencia del mundo: por un lado nos muestra los cambios, pero éstos, de hecho, no siempre nos alcanzan ni conforman. A la inversa, en lo que debería cambiar no lo hace.
De modo que el mundo cambia, sí... ¡Pero sigue siendo injusto!
CARLOS SCHULMAISTER (Profesor de Historia)
Especial para "Río Negro"