Mientras haya viento de cola, gobernar la Argentina es una tarea relativamente fácil; si sopla en contra, hasta el presidente más capaz no tardará en encontrarse en graves dificultades. Por desgracia, todo hace pensar que la dirección del viento acaba de cambiar, lo que obligará al gobierno a modificar el rumbo ya que lo que hasta comienzos del año pareció funcionar se ha desactualizado. ¿Podrá hacerlo? No hay muchos motivos para el optimismo. Aun cuando Cristina Fernández de Kirchner fuera una estadista sumamente hábil le costaría superar con éxito las pruebas muy duras que se avecinan, pero sucede que no lo es en absoluto. Lo mismo que su marido, la presidenta es presa de una ideología casera que, como tantos otros jóvenes de clase media de casi cuarenta años atrás, adoptó en una universidad convulsionada por guerras políticas. Los dos son conservadores natos que no parecen entender que el país y, más aún, el mundo se han transformado desde entonces y que por lo tanto es forzoso adaptarse a la realidad así supuesta. He aquí la razón por la que son cada vez más los que presienten que la gestión de Cristina será un fracaso histórico.
En vez de aprovechar la oportunidad brindada por una coyuntura internacional insólitamente favorable para romper con un pasado signado por el fracaso, Néstor Kirchner la usufructuó para consolidar su propio poder, aliándose con los sectores más reacios a modernizarse, trátese de piqueteros, sindicalistas, industriales cortesanos que siempre reclaman más protección y personajes que sienten nostalgia por los buenos viejos tiempos en que, según ellos, asesinar a un uniformado era una manifestación de idealismo y amor por el prójimo. La actitud de Cristina es idéntica a aquella de su cónyuge. Parece estar más interesada en saldar cuentas con los militares, los ruralistas, los inversores españoles que cometieron el error de arriesgarse aquí en los años noventa, los neoliberales, el FMI y otros que para ella representan el mal que en preparar el país para enfrentar los tiempos más duros que bien podrían estar acercándose. Quiere cambiar la Argentina de 1976, no la del 2008.
Los presagios no son nada alentadores. El panorama económico internacional está cubierto de nubes densas. Los mercados están agitados porque quienes operan en ellos temen que en cualquier momento pueda producirse una tormenta de proporciones planetarias. Algunos países grandes ya están en recesión, otros pronto lo estarán. No hay ninguna garantía de que sigan siendo tan ventajosos para la Argentina los precios de los granos, la soja y otros bienes por lo común agrícolas que exporta. Tampoco la hay de que pueda salir indemne si se producen nuevas sacudidas financieras. No es una casualidad que el índice riesgo país que ostenta esté entre los más altos del mundo. Quienes lo fijan no son conspiradores que por motivos misteriosos quisieran ver castigada a la Argentina sino personas convencidas de que, merced a los desaguisados provocados por el gobierno kirchnerista, todo podría venirse al suelo antes de fines del 2011.
Para manejar la economía con solvencia, el gobierno tendría que contar con información correcta. ¿La suministra el INDEC? A menos que entregue a Cristina, Néstor Kirchner y los demás un resumen estadístico muy distinto del públicamente difundido, es evidente que no. En consecuencia, justo cuando el mundo entero está entrando en una zona turbulenta, el gobierno de Cristina tiene los ojos vendados. Puesto que no le gusta para nada la inflación, se niega a verla, aunque en momentos de lucidez cínica sus voceros dan a entender que sería más patriótico fingir creer en los números oficiales porque así se pagará menos a los bonistas, los que además de inversores extranjeros incluyen a los fondos de jubilación argentinos. O sea que es cuestión de un default mensual subrepticio. Huelga decir que tales insinuaciones, propias de estafadores pueblerinos, no ayudan a persuadir a nadie de que la economía argentina está en buenas manos.
La decisión de pagar de golpe una parte del dinero adeudado al Club de París incidió muy poco en el ánimo de los mercados. ¿Cómo podía hacerlo si todos entendían que lo que más querían los Kirchner era impedir que el FMI monitoreara el estado de la economía nacional? De estar tan sanas las cuentas como ellos juran es el caso, les encantaría que los inspectores fondomonetaristas vinieran para después anunciar que todo anda maravillosamente bien pero, claro está, saben que encontrarían un revoltijo fenomenal.
Toda vez que surge algo feo el gobierno intenta ubicarlo en el contexto de una confrontación entre la Argentina y sus hipotéticos enemigos foráneos, de ahí la campaña contra el FMI y -a raíz de las revelaciones procedentes de Miami donde está en marcha un juicio en que se ve involucrado el valijero venezolano Guido Antonini Wilson- el FBI norteamericano, pero tales ardides ya no le sirven para mucho. Mal que les pese a los Kirchner, de agravarse la situación económica escasearían los perjudicados que lo atribuirían a un enfrentamiento entre el país liderado por una pareja nacionalista y el imperialismo yanqui, culpando a éste por sus penurias y solidarizándose con quienes dicen estar resueltos a defenderlos de los zarpazos del mundo exterior.
Desde la fase inicial y más álgida del conflicto con el campo, la opinión pública ha experimentado una de sus mutaciones periódicas. Tal y como sucedió cuando Carlos Menem perdió el carisma que le había permitido mantenerse diez años en el poder, la mayoría ha llegado a la conclusión de que el gobierno actual constituye un obstáculo en el camino hacia un futuro mejor. Para sobrevivir hasta el 2011, Cristina tendría que acompañar la evolución del resto del país, lo que no sería nada sencillo para una mujer habituada a hablar como si se creyera la dueña exclusiva tanto de la verdad como de los buenos sentimientos. Si la presidenta se resiste a cambiar lo suficiente como para reconciliarse con el país que efectivamente existe, los problemas económicos continuarán multiplicándose, proliferarán los episodios de violencia anárquica como el supuesto por el incendio de los vagones de un tren parado en una localidad del Gran Buenos Aires y lloverán con intensidad creciente las denuncias de corrupción en el gobierno hasta que el clima de crispación resulte ser tan irrespirable que el país no podrá sino precipitarse en una crisis institucional de desenlace incierto.
JAMES NEILSON