Tiene razón la presidenta Cristina Fernández de Kirchner cuando subraya que la decisión de dejar de usar el dólar estadounidense en el comercio bilateral con Brasil es un "símbolo cultural", puesto que por ahora cuando menos las consecuencias concretas de la medida serían escasas. Sólo adquiriría importancia si, como quiere su homólogo brasileño Luiz Inácio "Lula" da Silva, se tratara del primer paso hacia la unidad monetaria del Mercosur, lo que por las dimensiones de las economías nacionales que lo conforman equivaldría a la adopción por la Argentina y los demás socios del real brasileño. Mientras tanto, algunas empresas pequeñas podrían sentirse beneficiadas por el acuerdo ya que les parecerá más sencillo operar con dos monedas en vez de tres, pero se prevé que las grandes siguen leales a la divisa norteamericana porque, cuando trabajan a crédito, les es mucho mejor operar en dólares de lo que les sería depender de las vicisitudes del peso, una moneda que no inspira mucha confianza, o incluso del real.
Según la presidenta, es una cuestión de "identidad", de entender que "somos de América del Sur y nuestros socios son nuestros vecinos", lo que no es exactamente una novedad pero que expresado así entraña algunas connotaciones que no necesariamente nos favorecen. Sucede que lo que quieren decir aquellos políticos e intelectuales que nos recuerdan de nuestro destino sudamericano -como si se tratara de una opción nacionalista osada- es que no deberíamos lamentar nuestra incapacidad colectiva para alcanzar el desarrollo pleno porque, al fin y al cabo, nuestros repetidos fracasos han servido para reducir todavía más la brecha económica, social y cultural que desde hace más de un siglo nos separa del resto de América Latina. En cambio, los líderes de Chile raramente aluden así a su voluntad de eliminar las diferencias entre su país y sus vecinos. Por el contrario, confían en que merced al progreso que han logrado, Chile será el primer país de la región que consiga ser aceptado como un integrante más del Primer Mundo, una aspiración que, desde luego, molesta a los convencidos de los méritos superiores de "la identidad" que parecen considerarla una forma de traición.
Pues bien: ¿qué es mejor para América Latina, que poco a poco un país de la región logre avanzar por el camino que ya han transitado otros con los que tiene mucho en común como Italia y España, o que la elite gobernante de un país procure compensar por su incapacidad para hacer lo mismo reivindicando su identidad sudamericana? En vista de que está en juego no sólo el orgullo nacional sino también el nivel de vida de decenas de millones de personas, muchas de ellas desesperadamente pobres, no cabe duda de que el progreso chileno es más positivo que el supuesto reencuentro de la Argentina con vecinos igualmente atrasados. Por lo demás, de haber evolucionado nuestro país como hicieron otros de cultura similar o de configuración geográfica parecida, se hubieran beneficiado enormemente todos nuestros vecinos.
Así las cosas, el reemplazo simbólico del dólar por el real y el peso, con el predominio inevitable de aquél, no implica una mayor apertura sino más bien un cierre. Cristina con toda seguridad espera que el eventual efecto psicológico de la medida sea acostumbrarnos a formar una parte menor de un bloque sudamericano, abandonando las ambiciones a su entender nada realistas, cuando no perversas, de destacarnos en la arena más amplia simbolizada por el dólar estadounidense que, a pesar de sus tribulaciones recientes, sigue siendo la moneda de referencia mundial. Claro, desde el punto de vista brasileño el mayor uso del real en su patio trasero tiene connotaciones un tanto distintas, motivo por el que Lula se manifestó menos interesado en los presuntos beneficios culturales del acuerdo que acaba de firmarse que en la posibilidad de que todos los países del Mercosur tengan una moneda cuyo valor sería fijado por el socio más grande. En tal caso, Brasil consolidaría su liderazgo regional y tendría una posibilidad aún mayor de lo que era antes de cumplir con los vaticinios de quienes prevén que en las próximas décadas se erija en una potencia económica de alcance mundial, una meta que, gracias a la racionalidad con la que el gobierno de Lula ha obrado, dista de parecer fantasiosa.