Si bien hizo subir un poco a las alicaídas bolsas del mundo, la decisión del gobierno del presidente George W. Bush de rescatar a las jocosamente llamadas empresas hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac -se trata de acrónimos aproximativos para la Federal Nacional Mortgage Association y la Federal Home Loan Mortgage Corporation respectivamente- también sirvió para subrayar la gravedad de una crisis financiera cuyas repercusiones ya se han hecho sentir en buena parte del planeta. La intervención gubernamental, que cuenta con la aprobación de los dos candidatos presidenciales, John McCain y Barack Obama, es por un margen muy amplio la mayor de toda la historia que ha emprendido un gobierno en el mercado libre pero, como el secretario del Tesoro estadounidense Henry Paulson subrayó, el fracaso de cualquiera de las entidades semi-privadas "podría ocasionar grandes trastornos" en los mercados norteamericanos y en los del resto del mundo. En opinión de algunos economistas, el impacto de la hipotética bancarrota de ambas entidades sería casi tan grande como el de un default oficial estadounidense. Puesto que a diferencia de Estados Unidos varios países europeos, entre ellos Francia y Alemania, ya han visto achicarse sus economías en los meses últimos, de agravarse mucho más la crisis financiera - cuyo epicentro está en el mercado inmobiliario norteamericano- podría producirse una nueva depresión equiparable con la de los años treinta en países cuyos habitantes no están acostumbrados a las penurias, lo que con toda seguridad tendría consecuencias políticas y sociales sumamente desagradables.
Por ser cuestión de empresas que ocupan una posición ambigua entre los sectores público y privado, la intervención de Fannie Mae y Freddie Mac es un tanto distinta de las organizadas a fin de impedir el desmoronamiento de la constructora de aviones Lockheed, por el gobierno de Richard Nixon, y de la automotriz Chrysler por el de Jimmy Carter. Por lo demás, se previó que el gobierno de Bush actuaría en el caso de que existiera un riesgo genuino de que una de las dos, o las dos, se hundieran bajo el peso de deudas hipotecarias que, sumadas, se acercan a los 5 billones de dólares cuando la morosidad ha alcanzado un nivel record del 9%. En vista de las sumas en juego, no parece exagerado el total de 200.000 millones de dólares que el gobierno de Bush se ha propuesto gastar, aunque su valor supera aquel de todos los bienes y servicios producidos anualmente en la mayoría de los países, incluyendo al nuestro.
¿Resultará suficiente como para permitir que Estados Unidos se recupere pronto de sus males financieros? Por desgracia, es imposible saberlo, ya que nadie puede prever la conducta futura de los mercados. Mientras que para algunos resulte reconfortante que el gobierno norteamericano esté dispuesto a emplear los recursos inmensos que maneja para rescatar a dos entidades gigantescas, para otros el que una administración tan comprometida con el libre mercado como la de Bush se haya sentido obligada a intervenir de este modo constituirá evidencia de que la situación es aún peor de lo que habían creído. Asimismo, aunque hay señales de que la economía norteamericana no ha sufrido tanto como muchos vaticinaban a causa del embrollo hipotecario, su renovado vigor, que se ha visto reflejado por la suba del dólar frente al euro, puede perjudicar en el corto plazo a otras al moderar la caída reciente del costo del petróleo y otras commodities, que en todas partes suelen fijarse en dólares, y aumentar las presiones inflacionarias. Con todo, puesto que Estados Unidos sigue siendo la locomotora económica principal del planeta, las eventuales desventajas supuestas por una recuperación más rápida que la prevista serían menores en comparación con los beneficios. Algunos especuladores afortunados aparte, los únicos que podrían sacar provecho de un eventual empeoramiento de la crisis financiera provocada por la incapacidad de muchos norteamericanos para pagar sus deudas hipotecarias son los extremistas de un signo u otro que fantasean con una implosión capitalista equiparable con la de casi ochenta años atrás, sin preocuparse en absoluto por el destino de los cientos de millones de personas que se verían afectadas.