Es probable que tenga razón el ministro de Justicia, Aníbal Fernández, cuando dice que la destrucción en el conurbano bonaerense de varios vagones de trenes del ferrocarril Sarmiento, operado por la concesionaria Trenes de Buenos Aires, fue obra de militantes de partidos de la izquierda violenta, por ser cuestión de gente acostumbrada a provocar desmanes. Menos probable resulta la teoría ensayada por Fernández de que la quema de los vagones fue impulsada por el cineasta y activista político Pino Solanas, con el propósito de promocionar una película documental sobre los trenes que está por estrenar. Así y todo, la verdad es que pocos se sentirían sorprendidos si resultara que el episodio se debió exclusivamente al hastío de pasajeros cansados de ser tratados como ganado. Desde hace muchos años el servicio ferroviario del país es motivo de vergüenza, pero últimamente se ha empeorado todavía más a causa de la falta de inversiones, ya que los subsidios cuantiosos que reciben las empresas son insuficientes como para compensar las pérdidas ocasionadas por tarifas congeladas. Por lo demás, parecería que en las empresas maneadas por concesionarios vinculados con el gobierno kirchnerista se ha consolidado la cultura de la desidia que afecta a tantas reparticiones estatales o paraestatales, de ahí el pésimo servicio que se presta y el desprecio habitual por los usuarios de los encargados de intentar hacerlo funcionar.
De haber ocurrido este incidente hace algunos años, el gobierno no hubiera vacilado un solo minuto en imputarlo a las privatizaciones "neoliberales" de la década de los noventa, pero puesto que ya han transcurrido más de cinco años desde que Néstor Kirchner inició su gestión no le es dado culpar a los ex presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa por lo ocurrido. Tampoco puede atribuir el estado catastrófico de lo que queda de la red ferroviaria a las penurias económicas del país, ya que a partir de fines del 2002 ha crecido a una tasa anual superior al ocho por ciento. Sucede que en este ámbito, como en tantos otros, el gobierno se ha revelado extremadamente ineficaz. Aún no ha logrado formalizar la Comisión Nacional de Regulación del Transporte que debería controlar el funcionamiento de los servicios ferroviarios y, tal y como están las cosas, no lo conseguirá en los meses próximos porque es evidente que las prioridades de personajes como el ministro de Planificación, Julio De Vido, y el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, no incluyen el mejoramiento de los trenes que usan diariamente más de medio millón de pasajeros que, por lo común, tienen que soportar condiciones infrahumanas. En cuanto a la quimera de un tren bala ultrarrápido que tanto fascina a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, suena más ridícula por momentos en vista de la incapacidad gubernamental para asegurar un servicio digno con los trenes más lentos que efectivamente existen. Si quiere gastar 10.000 millones de dólares o más en modernizar el sistema ferroviario, sería mejor que los invirtiera de tal forma que todos los pasajeros puedan viajar en comodidad, en vez de despilfarrarlos comprando un servicio que sin subsidios astronómicos sólo beneficiaría a una minoría reducida.
La ineficiencia creciente de todos los servicios de transporte, incluyendo al aéreo, la inflación que está corroyendo los ingresos de buena parte de la población, las luchas incesantes sindicales, las maniobras de funcionarios y políticos deseosos de sacar provecho de la confusión reinante, la sensación de que el gobierno ha quedado muy debilitado por el desplome de la popularidad de sus dos figuras principales y, desde luego, la presencia de individuos provenientes de las agrupaciones de la izquierda dura que están resueltos a sembrar el caos, conforman una mezcla explosiva. Tal y como están las cosas, cualquier chispa podría dar pie a un incendio de proporciones. Por cierto, en el clima actual extrañaría que lo que acaba de suceder en Castelar y Merlo resultara ser un incidente aislado sin mayores consecuencias, como fueron los episodios muy similares que se produjeron en Haedo y Constitución hace poco menos de tres años. Una vez más, la violencia está al acecho; para mantenerla a raya, el gobierno tendrá que recuperar su autoridad pero, por desgracia, la posibilidad de que lo haga parece mínima.